Lo reconozco, con Fabián se me han agotado todos los argumentos. Pasan los años, los buenos discos se suceden, pero parece que todo permanece igual. Da lo mismo que nuestro autor se saque de la chistera una canción tan redonda como “Los ídolos”, con frases tan maravillosas como: “los ídolos compiten en la cima hambrientos de amor y fe”, que él permanecerá hambriento de un reconocimiento que llega a cuentagotas. Da igual que a mi me dé por afirmar en esta crítica que Bunbury mataría por un tema pausado y romanticote como “Venlafaxina”, y que este le encajaría como anillo al dedo a la barroca reverberación de sus cuerdas vocales. Y puede que aquí esté la clave de que a Fabián lo aprecien cuatro. Su música es tan sumamente correcta, tan amable y delicada, tan de buena persona que uno echa en falta o el varonil “canalleo” de Quique González o la idolatrada exageración de Enrique. Algo que le otorgue ese punto de desparrame que lo saque a hostias del guión. Y es que en ocasiones no se puede ser tan, tan, buena gente. Y puesto a aspirar aspiro a que Fabíán lea esta crítica, se enfade conmigo como un mico enloquecido, destroce sus gafas de pasta, se enfunde en cuero con tachuelas y haga un disco repleto de mala leche para verter toda la jodida bilis que tiene que haber atesorado durante años de injusto ostracismo. Fabián tú puedes y la Banda del Norte también. Toca ya encabronarse ¡qué cojones!.
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