Hayden Anhedönia (Ethel Cain) lo sabe: el primer amor es y será el primero de todos. El primer amor, aun recuerdo el aire fresco de mi primer amor: a jazmín, a esas rosas rojas hinchadas que sudan, al sol más caliente del mediodía de verano contra el césped seco, con el olor de las pequeñas flores de lavanda me di cuenta de que estaba enamorado. Era un aire caliente que cada vez que me acuerdo, no, nunca más lo he podido volver a oler. Con el tiempo creces más adulto y pruebas con otros corazones, otros perfumes. Finges que un disparo de arco y flecha te ha derribado del cielo y dices: «Lo que siento por ti nunca lo había sentido por nadie». Pero por dentro, siempre —siempre— vuelves a aquel aire del primer amor. Todos los que vinieron después han sido distintos, nunca como ese aire. Esto es “Willoughby Tucker, I'll Always Love You”: un «siempre te querré» al primer amor y a ese aire que solo tú hueles.
Willoughby Tucker. Un amor perdido, un chico que es más símbolo que carne, el nuevo altar del lore de Anhedönia. La nostalgia del amor convertida en música, en diez canciones de un disco con más luz y menos sangre. Menos vísceras, más caricias, aunque bajo ellas siga latiendo un corazón marcado por esa desgracia del pasado tan y tan pesada que siempre se sentirá como los truenos y las nubes negras que ya van llegando desde el horizonte. Willoughby Tucker, por lo que es, necesitaba de otro sonido que su primer paso "Preacher’s Daughter" (2022): ahora hay folk de ventanas abiertas y polvoriento, slowcore fangoso, gospel de motel vacío, música country deshidratada por el calor, pero también ese eco gótico sureño de casas abandonadas (como en "A House In Nebraska"), de plantas silvestres, de iglesias rurales que nunca abandona sus canciones.
En la mente de Anhedönia, Ethel Cain —una antiheroína expulsada de las iglesias rurales y atrapada en moteles y bosques profundos— protagoniza una trilogía conceptual cuya primera entrega, "Preacher’s Daughter" (2022), abría la saga familiar de tres generaciones de mujeres marcada por traumas religiosos, sexo perverso y canibalismo.
"Willoughby Tucker" es, en realidad, su precuela: la adolescencia de Cain atrapada en un triángulo amoroso y un destino trágico. Es una elegía envuelta en sintetizadores que susurran, en crescendos que nunca llegan a estallar del todo (el final de "Tempest"), como si contuvieran el grito en la garganta. Suena a carretera mojada de madrugada, a los puntos blancos del televisor estático. Las canciones tienen un aire familiar —ecos de folk fantasmal, ambient pop ensoñado, country desnudo—, pero lo que antes era distorsión emocional ahora es una bruma melódica mucho más contenida, más templada. Cain no ha abandonado la épica, simplemente ha aprendido a sugerirla.
Desde la apertura con "Janie", donde vuelve a sus raíces con un minimalismo casi emo (voz, un riff flotante, el moho del recuerdo), hasta el crescendo etéreo de "Tempest", que se eleva como un lamento en espiral hacia el cielo, el disco se mueve con precisión fantasmal. Hay temas como "Fuck Me Eyes" que juegan con el synth-pop de los 80 y el melodrama adolescente de "Twin Peaks", brillantes pero ahogados en melancolía, donde el amor parece más una maldición que una promesa.
La banda sonora de "Willoughby Tucker" parece escrita en VHS, grabada encima de otras vidas: "Willoughby’s Theme" suena como niebla bajando en una mañana de duelo, suena a un tema que pudo perfectamente estar en su anterior álbum "Perverts", mientras que "Dust Bowl" es un torbellino que, como su nombre indica, levanta la tierra del pasado y la convierte en tormenta emocional. Es cine, sí, pero cine encontrado en una caja vieja. No hay hits aquí, hay himnos secretos.
Lo que me emociona no es solo su voz —quebrada, templada, íntima— sino su capacidad de mantener conmigo un tono de sinceridad radical incluso cuando se disfraza de personajes. Hay un dolor calmado en todo el disco, una aceptación agridulce de la pérdida, claro, esa vuelta al lugar donde fuimos felices sabiendo que ya no lo seremos, pero decidimos quedarnos igualmente. Cada canción es un recuerdo: un fragmento de algo que no termina de pasar, pero que tampoco muere. "Dust Bowl" y "Tempest" suenan como si hubieran estado escritas desde siempre.
“Willoughby Tucker, I'll Always Love You” no es para todo el mundo. Es menos ambicioso que “Preacher’s Daughter”, pero ahí está su poder. Este disco no necesita gritar porque canta para alguien que ya no está. Es una carta que no espera respuesta. Y ese gesto —el de escribir desde la ausencia— es quizás lo más honesto, lo más humano, lo más brutalmente hermoso que ha hecho Anhedönia hasta ahora.
Yo, bueno, a mi primer amor, ya sabes muy bien que siempre te querré.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.