Hace un par de años llega a mis oídos uno de esos objetos culturales que, por cosa del destino, parecen materializar todas mis obsesiones artísticas. Como fan del terror cinematográfico y de la música urbana se me hizo imposible no arrodillarme ante “Post Mortem” (21) de Dillom, un hedonista canto a la muerte en forma de álbum; tan oscuro como liberado, tan despreocupado como estimulante. El artista argentino, a sus veinte años, nos congrega alrededor de la hoguera de su particular campamento de verano para contarnos dieciocho historietas pesadillescas, con explícitas referencias a Lovecraft y Poe incluidas. Pasa el tiempo y Dillom anuncia —con sólo tres días de antelación y sin ningún single previo— su segundo proyecto largo, “Por Cesárea”. Paradójicamente, será esta segunda parálisis del sueño sonora la que hará más justicia a las pesadillas lovecraftianas. Ya lo dijo Graham Harman: “para Lovecraft, el medio es el mensaje”.
Mientras que en “Post Mortem” el horror atravesaba la obra sobre todo textualmente, Dillom inyecta en a “Por Cesárea” repulsión en vena. Nos encontramos ante un ejercicio malsano, atmosféricamente incómodo y conceptualmente brillante. El cantante se transforma en el Gregor Samsa del trap argentino en esta autoficción kafkiana, enfermizamente obsesionada con sumergirnos en el limbo que separa la autobiografía de la autoficción. Escuchar cómo Dillom se convierte en una cucaracha resulta tan sobrecogedor como darse cuenta de que su propio álbum aboga también por este body horror desquiciado. Imitando a esos cuerpos incoherentemente imposibles de Francis Bacon a los que la portada de “Por Cesárea” referencia, este sinuoso delirio desactiva la noción de género musical a favor de una libertad artística más comprometida con la búsqueda conceptual que con la coherencia estética.
“Últimamente este lugar se siente un poco diferente” podría ser la primera frase de “La metamorfosis” de Kafka, pero es la declaración que da nombre al primer tema del disco. Un tema de minimalista neo-soul se transforma en un lúgubre experimento de trap en “Últimamente”, un vibrante prólogo que narra el suicidio de un ser querido como disparador del trauma (y de este disco). “La novia de mi amigo” demuestra la magistral producción que sustenta todo el proyecto de Dillom a través de un luminoso tema que parece haberse escapado de “IGOR” (19) de Tyler, The Creator. El coro angelical y su groove lo-fi contrastan brutalmente con un carnal relato de (des)enamoramiento que no teme hablar de desmembramientos y tendencias suicidas. La manipulación del cuerpo y el contraste entre sonido y texto siguen presentes en “Cirugía”, un amable himno pop-rock en el que Dillom abraza el indie –con una textura naif que invoca a artistas como boypablo– de la forma en la que lo haría Cronenberg: la obsesión por la persona amada materializada en una sala de operaciones (“coser tu cuerpo con el mío en una cirugía”).
La colaboración con Andrés Calamaro llega después de tres temas que fácilmente podrían ser los mejores del álbum. “Mi peor enemigo” apuesta por cimentarse a medio camino de las discografías de dos artistas radicalmente diferentes, donde la nostalgia del instrumento de viento adereza a la perfección un beat tímidamente urbano. El tema confirma la latente omnipresencia del bajo en “Por Cesárea”, instrumento que ya vertebraba el universo sonoro de “Post Mortem” y que Dillom toca desde los nueve años. “La carie”, colaboración con Lali, utiliza una atípica atmósfera onírica para entonar un relato generacional: frustración existencial cuya única solución parecen ser los químicos (“dame mi sueño de paz y no de pastillas”).
“Buenos tiempos” contrasta radicalmente con ese pesimismo, apostando por un hedonismo desenfrenado, casi absurdo, que recupera la energía festiva de “Post Mortem”. Cualquier diría que una canción con referencias a Rosalía y al popper, que incluye frases como “dijo que se iba a hacer una liposucción, yo necesito un pitosucción”, desentonaría con la madurez de un proyecto psicóticamente oscuro. La maestría de “Por Cesárea” reside justamente ahí, en lo esquizofrénico de su incoherencia y en lo coherente de su esquizofrenia. “Buenos tiempos” puede ser fácilmente la joya de la corona, el reverso malvado de la música de WOS con sample de “Psicosis” de Hitchcock incluida. Por otro lado, “Muñecas” sigue la estructura de “Últimamente” en otro camino desde la luz a la oscuridad, una trampa juguetona que acaba ahogando al oyente en un insoportable, brusco y macabro relato de violencia de género. Sin lugar a dudas el capítulo más polémico de esta novela, el tema consigue representar lo abrupta que puede llegar a ser la transición del amor de la obsesión, de la pasión a la violencia, del sueño a la pesadilla. ¿Casualidad que justo después se reproduzca “(Irreversible)”, un estridente interludio con tintes de Noé?
La faceta más liberada de Dillom está encerrada en “Coyote”, una breve sinfonía punk rock que traza sinergias entre el sujeto paranoico y el fan de IDLES. De la euforia sudorosa del pogo pasamos a “Reiki y yoga”, una carta de suicidio en forma de balada fúnebre visceralmente perturbadora que concetra la naturaleza depresiva y masoquista del trabajo. “Ciudad de la Paz” pone punto y final a la vida (y a este disco) en un resplandeciente tema popero a medio camino de Cupido y Cuco que celebra el final del dolor (“por ahora no me duele más, soy solo otra luz en la ciudad”). “Por Cesárea” —un cuento sobre ansiedad, adicción, violencia, asesinato y suicidio— se convierte en una de las muestras de libertad autoral más indiscutibles de la escena joven argentina e hispanohablante. Dillom demuestra, al igual que lo hacen aquí artistas como Ralphie Choo, la maleabilidad estética y temática del género urbano, un juguete que nunca se va a romper. El argentino ha demostrado con sólo dos álbumes —uno sobre la muerte, otro sobre el nacimiento— una madurez conceptual infrecuente y un ansia de experimentación desbordante capaces de proponer un álbum que desecha el género musical pero abraza el género literario.
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