Malo ni bueno
Discos / Diego Vasallo

Malo ni bueno

9 / 10
Javier Corral “Jerry” — 08-11-2023
Empresa — Autoeditado
Género — Pop

En los años de éxito desaforado de Duncan Dhu, con todos los aditivos que aquello conllevaba, contaban que Diego Vasallo no lo llevaba nada bien, incluso algún dato privado aportaba lo ajeno que estaba a aquellos tópicos de la fama y el rock and roll. Su deriva posterior a una carrera en solitario, que en realidad comienza con Cabaret Pop, orientada hacia una poesía sombría, o su carácter reservado y su estrecha amistad con Rafael Berrio, sólo eran signos de que el donostiarra estaba más por perseguir artes mayores que por dejarse llevarse por el artisteo farandulero.

Con “Malo ni bueno”, sólo disponible en su bandcamp o en físico on line y conciertos, Diego se aferra a esa senda que premia el quebranto por encima del lucro. Se trata de un falso Ep de cinco temas largos, que casi ocupan el tiempo de muchos presuntos lps. Algo más de media hora que centran y concentran el mejor Diego Vasallo, sin un solo segundo de titubeo. Grabado en Green Farm Recordings de Fer García, coproductor del disco, y algunas bases en Garate Estudios de Kaki Arkarazo, se abre con “De este lado”, una de esas canciones tan suyas presididas por esa voz ronca e inquietante bajo un manto de percusión insistente, punteos secos de fondo y un lento crescendo acompañado de una segunda voz a cargo de María Amolategui. “Malo ni bueno”, además de dar título genérico, encierra su cara más negra, más bluesy, más guitarrera, más Tom Waits, de aquel que ha llegado tarde al baile enfangado en el pantano (“Qué podemos hacer nosotros, si dentro llevamos algo roto y los deseos no tienen gravedad”). “Quiero lo que no se puede” es su reverso, semi acústica, emocional, soñadora (“Lo quiero todo, las corrientes y su espuma, quiero días como esferas”). Y transcurre serenamente dylaniana entre anhelos líricos y remotos. “Tengo un cementerio entero de decisiones malas, donde me siento y espero que crezcan flores raras, quiero el extasis, la calma, quiero recomponer el alma de lo que rechacé”).

“Nuestro infinito” podría ser casi una canción de prefuneral (“No hay pausas ni esperas que merezcan la pena, el tiempo corre en nuestras venas, la oscuridad cercana nos abraza... Desaparezcamos como un barco en la bruma, nuestra estela será olvido y espuma, abandonemos el puesto”), que sin embargo va cogiendo un tono jubiloso según avanza, con un punteo brioso y la propia urgencia del momento. (“Estrenaremos un mundo cada día, guardemos la noche que ahora brilla vacía, de nuestro infinitvo dejaremos los restos”). Finalmente “La escapada” se comporta como una canción en dos partes, una primera acústica y una segunda con esas texturas nebulosas y cadencias eléctricas a las que alude el propio Diego, mientras dialoga con su altergo (“La nostalgia se adhería como el óxido al hierro, me dijiste que los temores no sirven para nada, se van con el rocío de la madrugada”). Ese alterego, ese ángel de la guarda que ya en la primera canción le animaba a ver la vida de este lado, sin miedos, ni retrocesos, ni renuncias, aunque fuera con las gafas sucias del realismo.

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