La bola no ha dejado de crecer desde que, el 27 de agosto de 2024, se hiciera oficial el regreso de Oasis. La reverdecida pasión por el grupo de los hermanos Gallagher –completado en este resurgimiento por los guitarristas Paul "Bonehead" Arthurs y Gem Archer, el bajista Andy Bell, y Joey Waronker como reciente fichaje tras la batería– ha seguido ganando poso, mes tras mes, hasta la definitiva explosión detonada con los primeros conciertos de la gira. La mágica ciudad de Edimburgo también se volcó con el asunto, y los tres conciertos que el grupo de Manchester tenía agendados en la capital escocesa reclamaron el foco para la formación hasta compartir protagonismo con ese festival de artes escénicas llamado Fringe que, cada mes de agosto, tiñe de color sus empedradas calles.
De este modo, una marea de fans ataviados con todo tipo de camisetas del grupo pululaba a sus anchas por la localidad, esperando el momento de enfilar el camino hacia ese Scottish Gas Murrayfield Stadium encargado de recibir a 70.000 enfervorizados seguidores diarios el viernes, sábado y martes. Las citas de esta mastodóntica gira bautizada como ‘Live 25’ parecen haber derivado, en la práctica, en mezcolanza entre lo devocional y lo pasional; entre el respeto reverencial y casi religioso y la celebración más visceral. Una especie de evento deportivo con imbatible banda sonora en el que todos los asistentes apoyan a un único y mismo equipo: Oasis.
Cast fueron los encargados de abrir el fuego, aprovechando su media hora para probar que son poseedores de un gran puñado de gemas catalogadas dentro de aquello que dio en llamarse Britpop, caso de “Finetime”, “Walkaway” o “Alright”. Por su parte, Richard Ashcroft ejerció como invitado de lujo y, aunque su carrera en los últimos años apunte a la discreción, lo cierto es que sobre un escenario y apoyado en himnos de The Verve continúa teniendo un gran cartel. Para el de Lancashire fue la primera ovación global cuando sonó el himno “Bitter Sweet Symphony”, si bien antes ya había hecho méritos con “Lucky Man”, “Sonnet” o una “The Drugs Don’t Work” deliciosa.
La siguiente gran aclamación atronó cuando, minutos antes de la hora fijada para la salida de Oasis al escenario, sonó el “Born Slippy (Nuxx)” de Underworld. La canción popularizada por la película “Trainspotting” (Danny Boyle, 96) –a estas alturas un símbolo más de la ciudad– daba paso, ahora sí, a ese “Fuckin’ In The Bushes” que está acogiendo la salida conjunta de los hermanísimos, seguidos por el resto del grupo y mientras las pantallas reflejan un bombardeo de titulares apostillando el ahora cristalizado retorno. Para entonces ni siquiera habían comenzado a tocar, pero la canción que también abría “Standing On The Shoulder Of Giants” (Big Brother, 00) funcionó como catalizador de una epifanía que, a lo largo de dos horas, insinuaría un sinfín de recuerdos y asociaciones con forma de himno. Y que, sobre todo, materializaría una firme conexión entre banda y público, vertida en torno a ese fastuoso invento que es el rock.
Más allá de las ingentes cantidades de dinero que parece estar moviendo la propia gira, los Gallagher parecen empeñados en buscar la gloria por encima de todo. Y, si siempre cacarearon a los cuatro vientos que Oasis era la mejor banda del mundo, este parece ser el momento adecuado para demostrarlo. Es justo lo que hicieron en la que era su segunda noche en Edimburgo, con un concierto maravillosamente abrumador en el que echarse las manos a la cabeza una y otra vez resultaba un gesto inevitable, intentando superar ese desbordamiento consecuencia directa del reflejo despertado en el espectador por las propias canciones.
Una deflagración que comenzó (como no podía ser de otra manera) con “Hello”, para después alternar piezas más manifiestamente ásperas (“Bring It On Down”, “Cigarettes & Alcohol”, “Fade Away”, “Roll With It”, “Morning Glory”, “Some Might Say”, “Rock 'n' Roll Star”) con las que viran hacia un indie-pop de evidente potencial generalista (“Live Forever”, “Stand By Me”, “Whatever”, “The Masterplan”, “Little By Little”), además de preciosos e irresistibles medios tiempos (“Talk Tonight” y, por supuesto, “Don’t Look Back In Anger” y “Wonderwall”). Todo encaja dentro del mismo rompecabezas y unas y otras apuntan hacia un idéntico motivo: consensuar una actuación arrasadora tanto en sonido y ejecución como en consecuencias emocionales.
Fue la hazaña de un Liam Gallagher que suda carisma cada vez que siente las tablas bajo sus pies, al tiempo de presumir de excelente momento vocal. También de un Noel Gallagher que, artífice de esas canciones que treinta años después de su publicación asumen ya la vitola de clásicos, todavía guía a una banda engrasadísima en todo momento. El épico epílogo con “Champagne Supernova” (adornado con fuegos artificiales finales) no hizo sino remarcar el carácter de una de esas veladas que se antojan eternas. Un viaje sin relajaciones y no necesariamente nostálgico, al estar conformado por piezas carentes de fecha de caducidad. De intensidad creciente y en el que Oasis ofertaron su propia eucaristía con marca de agua, potenciando la grandiosidad del magnético circo del rock & roll hasta certificar que el trono, ahora que han decido regresar al tinglado, vuelve a pertenecerles.

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