Azkena Rock Festival se convierte en la concordia rock
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Azkena Rock Festival se convierte en la concordia rock

8 / 10
Josetxo Río Rojo — 23-06-2015
Empresa — Last Tour
Fecha — 20 junio, 2015
Sala — Mendizabala (Recinto)
Fotografía — Gorka Ruiz de Heredia

Un año más, el Azkena Rock Festival acude a su cita dando buena cuenta de su especificidad. Enterrado año tras año por muchos, pero camino ya de su próxima decimoquinta edición, continúa como claro ejemplo de evento rockero, reivindicando ese puesto intermedio entre las citas temáticas centradas en un tipo de rock determinado y los grandes festivales que parecen aspirar principalmente a superar las cifras de asistentes de los competidores del entorno. Cierto que el público que vive y bebe en el Azkena es fiel a una cita que tiene una parte de componente social y de reencuentro importante, pero no lo es menos que ese público tiene como premisa principal la música y el nombre de las bandas participantes, por encima de cualquier otra consideración. Y obviamente, el cartel del festival responde, y así lo ha hecho también este año, a este hecho.


Viernes, 19 junio 2015
La reunión de viejas bandas para recuperar al menos un trocito de su posible pasado esplendor suele ser un viaje peligroso pero adecuado para nuestro regusto nostálgico, anclado en una mayor o menor juventud. Y este año, tres bandas ocupaban el punto de reinicio en sus carreras durante la jornada del viernes.

The Dubrovniks pasearon hace años la resonancia australiana hacia un rock'n'roll siempre callejero, arrastrado, con tendencia a la autodestrucción musical y vital tan propia de un malditismo alabado y añorado. Producidos en su momento por nombres señeros, y hoy enfrentados, de la escena como Rob Younger o Chris Masuak, se recordaba de ellos su paso hace algo más de un par de décadas por algún escenario cercano que a punto estuvo de explosionar. Hoy los años se notan, pero, físicamente, acaso menos de lo esperado. Musicalmente, tal vez los altibajos sí fueron más llamativos. Mientras suenan los clásicos riffs arrastrados de rock'n'roll con espíritu punk de “Fireball Of Love”, ellos juegan con la ironía de presentarse como una banda de los noventa a la que el público debería conocer. La edad y expresiones de los madrugadores oyentes invitaban a creer que canciones como la cavernosa “Cry Baby Killer”, la hipnótica “Run Baby Run” o el punk antipódico de “Audio Sonic Love Affair” cumplían objetivos, pero glorias pasadas como “Holy Town” no alcanzaban el arañazo esperado.

Similares mimbres y dualidades se sentían frente a D-Generation. El cambio de registro que operó Jesse Malin tras su desbandada en 1999 siempre será una de las reconversiones más sonoras de la época, y a pesar de canciones con sabor a himno punk juvenil como “She Stands There”, o la fuerza que transmiten en un “Capital Offender” con la rabia que faltaba en otros momentos, no es hasta la final “No Way Out”, que suena dura y agresiva, que los aires a unos Faces descarados envueltos en plumas glam de Malin y compañía alcanzan todo el esplendor que buscaron en su momento y que únicamente queda a estas alturas recogido en los recuerdos de los que superaron la época. Y no hay intención de repetir argumentos, pero habremos de aceptar que la progresión escénica que mostraron las otras redivivas que cerraban la jornada, L7, épicas riot grrrls del feminismo punkie de los noventa, buscó también de manera obsesiva la llegada de la explosión final de un tema como “Pretend We’re Dead”, genial cabalgada a lomos de energía desbocada que siempre sobresalió sobre todo su repertorio. No es cuestión de poner pegas a tan atractiva reunión, pero el sustento de metálicos headbangings de “One More Thing” o la superación de un bache sufrido mediado el set iniciada con “I Need” parecía tener como único destino llegar al comentado final. Ellas mismas definieron de maravilla el recital: the drunker you are, the better we play (cuanto más borrachos estáis, mejor tocamos)

En cuanto a las viejas glorias que mantienen estatus actual, tanto Television como ZZ Top alcanzaron las notas esperadas. “Marquee Moon” son dos palabras que deberían aparecer en las diferentes acepciones significativas recogidas en un diccionario para palabras como prestigio, criterio, gusto, emoción, pasión, evolución... Y cualquier intento de revivir en directo lo que supuso aquel disco de finales de la década de los setenta (uno de los más influyentes en la historia de la música pop y rock, a tenor de lo apuntado y desarrollado por infinidad de bandas posteriores y por lo sentido por cada oyente) supone una buena dosis de temor. Temor a no alcanzar las cotas de emoción que en su día un cuarteto como Tom Verlaine, Richard Lloyd, Fred Smith y Billy Ficca fueron capaces de crear. Sustituido hace tiempo Lloyd por un más que solvente Jimmy Rip, la revisión íntegra de “Marquee Moon”, llevadas las ocho canciones a un orden particular, volvió a acoger el envolvente manto que las guitarras consiguen sobre temas como “Torn Curtain”, “Venus” o “Elevation”. Y una vez más, todo dirigido hacia el esplendor de una oda como la que dio nombre al disco, en la que sí, de nuevo quienes habían logrado entrar en los engranajes musicales que propone, pudieron sentir lo más parecido a la emoción, con un Verlaine divagando notas y sentidos, mientras el trío que le respaldaba confeccionaba el manto necesario sobre el que descansa todo. Posiblemente exigía el esfuerzo de penetrar en ello, siempre lo ha hecho. Pero una vez dentro, la recompensa volvió a ser máxima.

Entre las muchas y sobradamente conocidas habilidades de los tejanos ZZ Top tal vez no despunte como la principal el hacer las cosas tan efectivamente sencillas que desarman. Pero entre su famoso boogie trotón y sus lecturas sentidas del ritmo y del blues, es increíble como con, aparentemente, tan poco, hacen tanto, incluso visualmente. Dos pantallas recogen las lentas caminatas escénicas de Billy Gibbons y Dusty Hill, citándose, incitándose, mientras el siempre taciturno Frank Beard golpea los parches. Y los primeros sones de “Got Me Under Pressure” y “Waitin’ For The Bus” descubren esa raíz rhythm & blues tan sencilla en su desarrollo como adictiva en su esencia rítmica. Tres tipos, los dedos de un Gibbons trotando por el mástil con la velocidad justa pero la capacidad innata de sacar la nota buscada, y alardes de blues coral en “Gimme All Your Lovin’”, sonidos endurecidos en “I’m Bad, I’m Nationwide” o la suciedad del bajo en “Cheap Sunglasses” bastan para encarar en toda regla el esperado final con las clásicas “La Grange” y “Tush”. Antes de ello, y mientras todos asimilábamos mal que bien el sorprendente escaso volumen que sufrió todo el concierto, lecturas del “Foxy Lady” o del casi ancestral “Catfish Blues” dejaban constancia de su amor por los ídolos, cuando ellos mismos, los tres, también lo son. Por derecho propio histórico y por lo demostrado noche tras noche.

Por último, de entre los supuestos novatos, JD McPherson deslucía un tanto su creciente ascensión con un set que quedaba algo desbordado por el escenario principal. Es su lectura del rock and roll clásico apta para todos los públicos, alejando, o al menos no centrando, su visión en el placer únicamente de los puristas, y como tal, canciones como “Fire Bug”, sin ocultar sus deudas desde al “Summertime Blues” hasta al “96 Tears”, o las coreadas “Let The Good Times Roll” y “North Side Gal”, conectaron con el público. Pero no consiguieron alejar cierto aire de desencanto. Por el contrario, Lee Bains III & The Glory Fires demostraron el auténtico calor de Alabama ardiendo. Nacen de la música sureña para desbaratarla, desestructurarla y deslavazarla a golpe de distorsión, energía redoblada, esencia punk y tortazos de power-pop. Son pura garra, como ya han demostrado en sus dos espléndidos discos, y arrebatos brutales como “The Company Man” o “Dereconstructed” o el vitriolo de corte hardcore en el que convierten “Flags!” contrastan con la rabia contenida pero enseñada de una canción enorme como es “There Is A Bomb In Gilead”. Reconfortantemente abrasivos.

Sabado 20 junio 2015

Siempre espléndido reconstituyente contra lo modorra es la parafernalia músico festiva que ofrecen Jesse Hughes y Josh Homme bajo su denominación de Eagles Of Death Metal. Incluso la ausencia de Homme en esta ocasión (en directo no ocupa un lugar fijo) no interfiere con lo pretendido, siempre que esto sea pasar un buen rato con mandobles chulescos, boogie con sabor rasposo como en “Whorehoppin’ (Shit, Goddamn)” o bailes de macarra espíritu sureño americano envuelto en glam. Aunque desde luego, de puro, directo e imbatible reconstituyente podemos hablar con propiedad cuando mencionamos el nombre de Cracker.

Para mucha gente, la banda de David Lowery y Johnny Hickman son toda una institución, y más en un festival en el que ya tocaron allá por 2003, durante su segunda edición. Pero mucho más lo son cuando entregan un concierto como el que hicieron el sábado. Capaces de mezclar raíces bien seleccionadas, energía, contundencia y prestancia en directo. Y por encima de todo, canciones, de las que van sobradas de alma, de fuerza y caricia, de músculo y abrazo. Hickman ya ha demostrado también en solitario que no es un mero guitarrista con sus constantes en modo Young como tantos otros, sino que también tiene carga como compositor y sobre todo, como contrapeso a un Lowery que es todo personalidad. Por voz y actitud, por melodías y aptitud, por ser capaz de viajar de ritmos casi bailables de reminiscencia brit-pop a puro country-rock de espacios abiertos, de grasiento rock con efluvios funk a la contundencia melódica del mejor power-pop. Y encima es casi imposible verles un mal concierto. Claro que en el Azkena, con canciones como “One Fine Day” o el honky tonk de ritmo country de “California Country Boy”, o clásicos propios como “Low”, “Sweet Potato” o la impepinable “Euro-Trash Girl”, lo que hicieron no fue sólo un buen concierto, sino una de esas demostraciones en ellos habituales de grandeza. La que tienen y reparten.

La cosa no podía enfilar mejor camino que el marcado por otra banda llamada a revitalizar un rock que naciendo del pasado, puede ser irresistiblemente actual. El indefectible sabor a garaje nacido del espíritu sixties y el descaro punk que llevan ofreciendo Reigning Sound desde principios de siglo no es óbice para que toda su propuesta se amalgame con el inconfundible sabor de la negritud. La que palpita a lo largo de ese perfecto tratado de garage-soul que es “Shattered”, su disco del año pasado. Cierto que Greg Cartwright y compañía adoptan una presencia un tanto estática en escena, pero la elegancia suprema con la que son capaces de interpretar joyas como “North Cackalacky Girl”, el aire nostálgico de “Never Coming Home”, el garage de alma sesentera de la deliciosa “Stop And Think It Over” que naciera en Compulsive Gamblers, otra de las bandas de Cartwright, como sus también imprescindibles Oblivians, el pop imbatible de “She’s Bored With You” o esa maravilla vitalista que es su personalísima lectura del “Stormy Weather”, valen por todo. Seguramente no resultará el escenario más lleno, pero sí un gran ejemplo de lo que es la música, unos acordes y unas melodías que hacen aflorar la emoción. Y si es de manera sencilla, mejor.

Emoción, en otro sentido, fue también la ofrecida por OFF! Y si no que se lo pregunten a los partícipes en uno de esos pogos que ponen patas arriba las primeras filas frente a un escenario. Pero es que este supergrupo comandado por Keith Morris, cantante de Black Flag y Circle Jerks, con elementos de Redd Kross, Burning Brides y Rocket From The Crypt a su alrededor, llevan en vena la urgencia del punk y el hardcore de ignífuga electricidad. Desde el momento en que uno ve como el hermanito de la Cruz Roja Steve McDonald se pone los tapones protectores en los oídos, intuye que la que le cae encima va a ser buena. Y lo es tanto que te sueltan unas veintiséis canciones en cuarenta minutos de concierto, y hay que tener en cuenta que Morris se marca parrafadas varias entre canción y canción. Resulta superfluo destacar la brutalidad de “I Got News For You”, la tremenda fuerza del rock’n’roll que es “King Kong Brigade” o la hostia en la entrepierna, sin matices que valgan, de “Jeffrey Lee Pierce”, porque en el fondo, son haikus de puritito punk’n’roll, directos, cortos y sonoros.

Evidentemente, el Azkena ofrece otros caminos que al cronista se le escapan de las manos (y de las teclas). Como uno de los platos fuertes de la noche y principal cuota metálica de la presente edición, la banda de Atlanta Mastodon (en la foto). Su metal basado en el sonido y no en la imagen adquiere caracteres de contundencia stoner en algún momento y puede derivar en remansos progresivos, con guitarra de doble mástil incluida, pero habrían de ser los especialistas del género los encargados de dictar sentencia ante lo escuchado. Sentencia que uno trata que sea mínimamente benévola a la hora de juzgar a Ocean Colour Scene, y para ello ha de realizar gran esfuerzo. Su momento resulta definitivamente lejano y viendo y escuchando a Simon Fowler, uno tiene la sensación de que los ingleses tienen un serio problema para envejecer bien. Y eso que Fowler apenas gasta cincuenta años. Pero a pesar de ello, uno hace el esfuerzo de entenderles y apreciarles, por entrañable condescendencia y porque no dejan de tener algunas canciones que un día corrieron libres entre melodías y armonías pop.

Y la voz grave de David Eugene Edwards y la electricidad de sus Wovenhand comenzaban a poner punto y final a la presente edición cuando las fuerzas de muchos de nosotros flaqueaban desde hacía rato.

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