Bien bailao
Conciertos / Catalina Grande Piñón Pequeño

Bien bailao

8 / 10
Holden Fiasco — 24-01-2024
Fecha — 20 enero, 2024
Sala — Nave 9, Bilbao
Fotografía — Eider Iturriaga

Pues igual no te lo crees o puede que pienses y a mí qué me importa, pero el domingo tuvimos comida en un txoko de Arrigorriaga y mientras intentábamos explicarles a los demás por qué teníamos un clavo metido en nuestras cabezas nos dimos cuenta de que no iba a ser fácil: los chistes no suenan igual cuando cuentas cómo te los contaron. Eso sí, nosotros nos reíamos lo mismo y ellos nos miraban como intentando ver el pino del que nos caímos. Pero no, no nos habíamos caído de un pino. Nos caímos de cabeza a la porqueriza del punk fandango. Y, efectivamente, no es fácil contárselo a tus amigos, así que imagínate escribir una crónica. Andaba ahora mirando mis notas e intentando decidir cómo hacerlo y me he dado por vencido. No voy a ser capaz. Ni los chistes ni la música van a sonar igual. Ahora, también te digo que lo voy a hacer sí o sí: levanto mi chato al aire y brindo por el albedrío.

Voy a empezar por los números: por supuesto, no fuimos los únicos. La Nave 9 se petó. Cuando llegamos, ya casi no cabía un alma. Lleno absoluto, sold-out, que se dice para que suene guay. Se empañaron las cristaleras, que, como dijo David Verderón, es señal de triunfo. Además, media de edad baja, muchas ganas y sudor, todo bien bailao, expresión que usaba Verderón para aplaudir a la primera fila. Yo no vi más que gente contenta y feliz a mi alrededor. No sé si todos los conciertos de Catalina Grande Piñón Pequeño son así, pero me huelo que sí, que los que están por allí siempre gozan tanto o más que un gocho en un charco de lodo. Gora Benavides!, gritaba la peña alredor, y joder que gora! Ya te he dicho el sitio y el nombre de la banda. Ahora te doy la valoración general, la nota final de la evaluación, y lo hago manchándome las manos de barro para perder lo poco que me queda de objetividad: bolazo sin paliativos de Catalina Grande Piñón Pequeño y si te lo perdiste y te arrepientes, créeme que es exactamente como te debes sentir.

Vale, David Verderón se lució en los intervalos. Puedo escribir la crónica entera rememorando sus monólogos, chanzas, sucedidos y ocurrencias. Seguro que muchos están preparados y los ha repetido mil veces. Hay que tener en cuenta esa variable: para nosotros era la primera vez y todo funcionó con frescura, aunque sé que la plancha la ha sacado antes y que no era la primera vez que terminaba en calzoncillos. Pero, a lo que iba, no te confundas, no es eso todo el tocino que ahí aquí. Son solo tres componentes: Verderón al micro, Adrián Cavero a la batería y Richard Majo a la guitarra, y con esas armas son capaces de sonar dinámicos y heterogéneos. A veces se acercan al rap y no pincha, siempre caminan sin miedo por las zarzas del hardcore, a menudo demostrando que dominan el rock and roll de manual, retozando entre el punk y el garaje power-pop sin que salgan escaldados en ningún caso. Es decir, tienen matices suficientes como para pulir su ironía, resultar fluidos y evitar la repetición. Alguna no dura ni medio minuto y otra supera los dos por los pelos, pero en un bolo donde sobrepasaron las dos docenas de canciones creo que mantuvieron alto un clímax casi continuo. E, insisto, si te quedas en la chanza y la comedia te estarás perdiendo algo, lo que te pierdes si no prestas atención a todo el conjunto en cosas que parecen sencillas pero no lo son como la Moto de Fernan o Zeke, por decirte algo. El batería de los Tiparrakers, que los conoce muy bien desde que les vio nacer, y con quien platicaba sobre el concierto al día siguiente, me lo recalcaba: que hay más chicha aquí, que trascienden. Además, de paso, nos reímos cuando le dije que el viernes, para prepararme, volví a escucharme a los Oveja Modorra y le agradecí que me recordara que a alguno de ellos ya le habíamos visto en nuestro añorado El Tubo cuando actuaron con Gran Tío. Pero vamos al lío:

Creo que empiezan con “Calzoncillo Azucarao” porque ya hay frases que se te quedan cinceladas en el parietal: “Cuando me roza la piel, me la pone igual que el palier de un Land Rover” o “Sabes que no soy el Alsa, pero un viaje te puedo dar”. Y es que, además, luego viene “Menestra con Ginebra” y ella ya se gira y me dice con los ojos, pero qué es esto, qué maravilla es esto. Te ciega desde el principio el cantante con su peto de lentejuelas doradas, por mucho que intente descargar la atención en sus compañeros, que permanecen en silencio, y a los que conocemos por sus nombres de pila porque él nos los presenta. Es más, sabemos porque nos cuentan que a Adrián se le petó el parche del bombo en Oviedo el día antes, y ya de paso nos enteramos de que allí también llenaron el local y que se han traído a gente persiguiéndoles desde Asturias. Por si acaso, nos aclara de dónde son ellos: “Venimos de León, que es todo aquello que no es Castilla”. Luego será más concreto y nos hablará de su pueblo, Benavides de Órbigo, una suerte de universo creativo para nosotros, donde nacen los personajes de lo que luego serán canciones: forasteros que vienen de la capital, guardia civiles que buscan órganos de urogallo en el maletero, nenos con Riejus trucadas, madres de compras por el mercadillo, amigos de mierda y todo lo que haga falta. Alimento para crear canciones como “Canción de odio”, “Opel Kadett 1.8 I”, “Mis amigos de mierda”, “El ofensor del pueblo”, “Ropa de mercao” o una “Buenas tardes caballero” que encuentra inspiración para el verso en la canción del comercial de Ponche Caballero, pero no el de Las Trillizas, que de ese no te acuerdas.

Nos confiesan sus grandes referencias musicales, mencionando de pasada a los Tiparrakers, Oveja Modorra, Dua Lipa y la Orquesta Panorama, y hasta trascienden lo musical para hablarnos de grandes modelos a imitar, como Rafa Nadal. Al que mientan, como los otros mentaban a Schumacher, en “Véndeme el Kia”. Aquí es fina la ironía y en otras es sentido el homenaje, tanto al abuelo en “Las cosas de mi abuelo” (brindando con un orinal) como a su padre en “Riñones de leche” (y canta sentando en la barra después de reivindicar las letras, diciendo que son un cruce entre Walt Whitman y Norma Duval). Verderón no se cansa, pero descansa para recuperar el resuello porque, como explica, “esto es cardio para mí”. Ya puesto, aprovecha para contarnos el problema que tiene con la escritura cuneiforme de los hosteleros de su pueblo. Al batería le manda a por el cartel, para que lo entendamos bien, y con todos los helados ahí expuestos comprendemos qué mal lo debe pasar para entender qué puede elegir: “El cartel de los helaos”. Son historias localistas con aroma universal. Llegan a la patata, y no estoy de coña. Otras tienen trasfondo social, como “Ropa de mercao”. Alguna alcanza marchamo de himno, como “Los de la capi”, que la camiseta ya se hizo viral, y la frase te la puedes tatuar en el occipital. Recuperan, dicen, un clásico, “Cáncer a granel”, mientras nos pide que alcemos los chatos y nos da la bienvenida al punk fandango. Todos los que estamos allí dentro lo celebramos. Luego lo dejan claro, que son ellos y no Loquillo: “Yo soy el Rock and Roll”.

Hay un chaval entre el público e interactúa con él. “Tienes pelazo, cabrón,” le dice, a lo que este le responde llamándole envidioso. No se lo toma a mal: “Toma, claro, ¡cómo no voy a tener envidia!” Y, habiendo intimado con el chaval, le utiliza para hacer la review de la cecina. Cuando le da su aprobación, Verderón lo celebra con un sincero “Quieras que no yo ya marcho contento para casa”. La cecina se ofrecerá en comunión, aunque ya advirtió de que el punk fandango era “laico”, y a los que estamos detrás nos anuncia que probablemente no nos llegará pero que ya lo hará por “osmosis”. Dirige la eucaristía a pie de público y, efectivamente, no llega hasta el fondo, pero, en otro momento del bolo, ya con el mono hecho unos zorros, sí lo hará, que aparece por la puerta principal sin que nadie lo espere, después de coger el atajo de la calle, y nos da un susto de muerte. De la misma, eso sí, se vuelve. Pero, a lo que iba, que sí, que cantan “Condones de cecina” y vuelve a felicitarnos por el baile y ya llegamos al último pase, que lo dejan bien arriba con “Arroz con costilla”.

Explicó el cantante un par de veces que no iban a hacer bis. Cuando le explican que para nosotros es un bestebat, le sale una sonrisa picarona y dice: “¿ah, sí? Pues entonces, si os portáis bien… Igual marchamos antes”. Pero salen. Jura y perjura, que no sé si hay que creérselo, que, en cinco años que llevan juntos, es la primera vez que hacen un bis. Con educación, se disculpa con los responsables del bar: “Endika, dos más y apago, de verdad” pero da igual, porque la gente está excitada, nadie se quiere marchar, todo el mundo quiere que se alargue. Ahí se van a por el bis sin más demoras, primero lanzándose a por “un rapeo a cara perro” y reclamando un último acto de comunión, abrazos, besos, mucho amor, que eso, explican, es lo que cuentan en su última canción: “Nocilla a 2 colores”. Y, ahora sí, se acabó. Pero se ha quedado ahí, incrustado, que aún hoy seguimos levantando el chato, aunque sea imaginario, en un eterno brindis por el punk fandango.

Y es que igual no te lo crees o puede que pienses y a mí qué me importa, pero el domingo cuando volvíamos de Arrigorriaga y entrábamos ya en Baraka, al pararnos en un semáforo en rojo, miro al infinito y voy pensando en cómo escribir esto, cuando oigo el ruido de un tubo de escape ronco a mi izquierda. Me encuentro a un crío que me mira desafiante dentro de su Opel Kadett tuneado. No puedo más que devolverle la mirada con una sonrisa agradecida, pero no me entiende. Frunce el ceño y, en cuanto puede, acelera con estruendo. Yo me quedo ensimismado, con una sonrisa bobalicona, y solo me despierta el ruido de un claxon. Cuando miro por el retrovisor, veo a un señor mayor cabreado que hace gestos con sus manos dentro de una C15 blanca. Ostias, no puede ser, esto debe ser la osmosis. No lo saben, pero acaban de regalarme el principio y el final de la crónica. A ver cómo cuento el resto.

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