El ferviente erudito; aquel que ha viajado explícitamente para (re)encontrarse con su artista preferido; el viandante que descansa al arrullo de la música o el turista que abandona su mapa para sumergirse en el bullicio. Todos ellos, y alguno más, son perfiles representativos de la heterogénea audiencia que ha disfrutado con esta segunda edición del Bilbao Blues Festival. Un evento que, heredando la idiosincrasia del mítico festival de Hondarribia, con el que además comparte máximo responsable, Carlos Malles, propugna una vocación popular, a la que contribuye su ubicación en pleno centro de la capital vizcaína y gratuidad, pero que se expresa sobre todo por su determinación a la hora de acoger en su programación la mayor diversidad de acentos que pululan alrededor de los sonidos negros. A pesar de prescindir en esta ocasión de nombres ampliamente reconocibles para un público generalista, no así para los más versados en este universo estilístico, su oferta se ha focalizado en acercarnos un ramillete de lo más granado de la escena actual, lo que por supuesto ni mucho menos ha socavado su calidad, al contrario ha llegado a construir tres jornadas apasionantes que han sembrado de una excelente banda sonora “el Botxo”.
Escoltada por la ría y bajo la mirada de otro tempo cultural como es el Teatro Arriaga, el enclave principal -que no exclusivo- de El Arenal daba la bienvenida por boca de los locales The Big Flyers. Continuadores de una saga en la que le preceden The Blue Spirits y The Reverendos y quienes mostraron todas sus dotes para sumergirnos en la música de Nueva Orleans, o lo que es lo mismo, ese lugar geográfico donde todos los estilos imaginables confluyen en una exaltación sensitiva. Encabezados por la robusta voz de Igor García, también encargado de las teclas, su listado de influencias no deja lugar a la duda si señalamos a nombres como Allen Toussaint, James Booker, Dr. John, Profesor Longhair o por supuesto Fats Domino, al que homenajearon realizando un impoluto acercamiento a uno de sus estandartes, “I'm Walkin”. A pesar de la relevancia alcanzada por el espacio dedicado a las versiones, coqueteando con el rockabilly de los Stray Cats en “Three Time's a Charm” o rindiendo pleitesía al rey (negro) del rock and roll Chuck berry con “Brenda Lee”, sus composiciones propias bajo ningún concepto bajaron el listón, no obstante reafirmaron su perfecta conjunción y versatilidad como banda. Porque si recuperando un tema de su proyecto anterior como “Rock&Roll Is in the Air” se zambulleron en insinuante y viscoso terreno, de la mano de “Oh Caroline” emergieron de él con su faceta más melódica para dejar que “One More Time” marcara un paso cadencioso de swing. Acabábamos de empezar y el combo vizcaíno había obrado ya el milagro de convertir Bilbao en la capital de Nueva Orleans. No sería de extrañar que dentro de unos años alguno de los niños que se movía desinhibido bajo el influjo de los ritmos interpretados por este cuarteto firmasen el día de mañana una pieza similar a ese “Blues Is in My Veins”, consecuencia de la picadura asestado por conciertos como éste.
Precisamente desde Missisippi llegaba Vasti Jackson, multifacético músico que se tomó al pie de la letra la tarea de de tomar el relevo de la fiesta, entrando como un huracán al escenario, ánimo que no descendería en ningún momento. Pertrechado por una más que llamativa indumentaria, demostró sin embargo ser un perfecto conocedor de cómo desenvolverse en un evento de este tipo, convirtiéndose en todo un animador: dialogó con el respetable, sometió a todo tipo de juegos su guitarra, se entretuvo paseando por el público y sobre todo se mantuvo inmerso en un estado de excitación que fue recompensado por la atención y beneplácito de unos asistentes que no dudaron en recoger su propuesta de participar en una interpretación del blues que no presentó complejo alguno por congeniar con el soul, el blues, el funk o el rock and roll. Tras enunciar un listado de icónicos músicos a los que agregó su existencia, de manera irónica, interpretó de forma hercúlea un “Hoochie Coochie Man” que, como casi todas las demás, se presentó en un formato extendido que podría resultar excesiva si lo que se deseaba era una actuación más centrada, pero el estadounidense había abierto la puerta al desenfreno y no cabía otra opción. El breve respiro que introdujo el reggae bucólico “Stir It Up” supuso además un recordatorio para Bob Marley, dedicatoria que haría extensible en la recta final del show a Prince, con el siempre emocionante “Purple Rain”, o con la no menos efectiva “Hey Joe” para loar a Jimi Hendrix. Si el calor sofocante parecía haber dejado de acosarnos, Vasti Jackson y su banda se empeñó por suerte en evitar que el sudor se despegara de nuestro cuerpo.
En ocasiones la propia presencia escénica revela ciertos detalles de lo que será la representación musical, por eso la aparición bajo una elegante vestimenta, de color morado, quizás casualidad aunque visto el contenido de parte de su espectáculo perfectamente podría ser premeditado, que lucía la formación Anthony Paule Soul Orchestra, nombre asociado a su guitarrista y líder, fue un perfecto anticipo de lo que sería un despliegue sonoro fascinante que se inició al grito de “It’s Soul Time”. Sin la presencia del vocalista con el que han grabado sus dos discos, el fallecido Wee Willie Walker, el micrófono sería heredado para la ocasión por dos voces y actitudes muy identificativas pero también diferenciadas. La clara pero robusta tonalidad de Terrie Odabi fue el vehículo para un verbo con acento reivindicativo, ya que si no fuera suficiente declaración de intenciones una “Live My Life” manejada por los impulsos asociados a Aretha Franklin, mucho mas sigilosa pero rotunda fue “Why Am I Treated So Bad' o la no menos menos explicita 'Gentrification Blues', lanzado como un apabullante dardo al clasismo de su zona natal, SiliconValley La melancólica majestuosidad que fue adquiriendo la reposada “After a While”; el trepidante espiritual que extendió todo un halo comunal por medio de “Something Got A Hold” o el sollozo que entonó la guitarra de la desnuda “You're Gonna Make Me Cry” completaron una primera parte impoluta técnicamente y toda una exaltación de sentimientos. La sustitución en la parte vocal derivada de la entrada en escena de Theo Huff no disminuyó la tensión pero sí que alteró su formulación, deshaciéndose de declamaciones para entregarse a un contoneo sensual capaz de rugir bajo su rasgada tesitura, emparentándole con James Brown o Wilson Pickett en momentos como “Who’s Making Love”, o abrazando un contexto más aterciopelado, en este caso sumando a sus referencias Percy Sledge, en una delicada pero coraginosa interpretación del tema de Clarence Carter “Slip Away”. La apoteosis final recayó en ese descarnado in crescendo que es “Try A Little Tenderness”, de Otis Redding, aquí lanzado como un furiosa bocanada que coronó una hora y media que sirvió como demostración de que el soul es un arma de incuestionable belleza que lo mismo sirve de lujuriosa propuesta como de ruda acusación a los males de la sociedad.
La jornada sabatina apareció encabezada por por el rojo intenso con que se mostró Shakura S’Aida, al que sazonó con una actitud afable y empática. Un itinerario musical que en sus primeros instantes se apoyó sobre palpitantes bases rítmicas que hicieron de pavimento para el blues-funk esparcido por “Glad for Today” y “Walk Out That Door”. A partir de ahí, se iban a ir descubriendo los diversos matices que escondía una voz con mucho cuerpo que logró que sus cuerdas resonaran bajo el eco de Koko Taylor para convertir “Getting Along Alright” en un curtido lamento que se incrustó en el alma de todos los presentes. Y es que pese a sus momentos de intimidad, incluida una muy atinada versión del “Heart of Gold” de Neil Young, previa reflexión pandémica, y la emocionante “Don't Tell Mama Where Her Children Hide”, su propuesta intercambiaba ropajes extraídos del sonido de raíces (“(Taste Like) Honey”) con pétreos riffs tomados prestados del hard rock (“Ain't Got Nothin'”). Aunque para el final quedarían algunos de sus temas más identificativos, como el amable y pegadizo “Hold on to Love”, fue la canción “Clap Yo Hands and Moan” la que ejerció como cénit, conquistado bajo la forma de un solemne gospel. Una pieza de tal calibre que, sumada a las que la escoltaron en el repertorio, nos señaló a la figura de esta estadounidense como uno de esos nombres que cuando repasemos las muchas ediciones -que seguro logra alcanzar- del festival no se habrá borrado de nuestra memoria.
Como ya es tradición, aunque nos encontremos sólo en el segundo año, uno de los integrantes del cartel es galardonado con la txapela que le otorga el reconocimiento de significarse como uno de los referentes del género. En este caso, dicha prenda, impuesta por el popular Iñaki López, fue a parar a Rick Estrin, armonicista de provecta trayectoria, en la que se incluyen afamados capítulos como el escrito por Little Charlie & the Nightcats, que en la actualidad sigue extendiendo la herencia de excelsos intérpretes como Sonny Boy Williamson, Little Walter o Charlie Musselwhite. Bajo la inevitable aura de tratarse de una actuación que en cierta medida servía como homenaje, la traslación al escenario se transformó en una auténtica fiesta de cumpleaños donde todos los presentes participaron activamente de esa celebración. Apoyado por una banda que tuvo mucho peso, incluido un interludio donde pudieron brillar y de paso confirmar el autentico showman que es su batería, Derrick «D’Mar» Martin, enfervorizado entretenedor de la velada, el músico californiano transitó ufano por el escenario recurriendo a un particular fraseado, casi recitativo, a veces pícaro, otras casi atropellado y por momentos con trazas de crooner, que cuando era interrumpido por su soplido a la armónica lograba erizar el ambiente, consolidándose en temas como el rockandrollero “New Shape,” la especialmente teatralizada y atmosférica “Callin’ All Fools” o el clasicismo ligado a la escuela de Chicago que manifestó “You Can't Come Back”. La naturalidad y desparpajo con que se comportó este veterano contrasta con su condición de leyenda, o precisamente por eso no necesitó más que liberar gotas de su talento, excelentemente escoltado por unos músicos entregados a la causa, para reivindicar de manera más que justa el galardón recibido.
Con la llegada de la noche lo hizo también la lluvia, un ambiente que en otras ocasiones habría sido propicio para optar por un plan consistente en quedarse en casa y volver a ver esa película que tan bien conocemos pero que sigue aportándonos un gran divertimento. Y en realidad no es muy diferente a lo que suponía la propuesta de The Original Blues Brothers Band, asignándose el papel de trasladar el espíritu musical de dicha cinta mítica a los escenarios desde hace muchas décadas. Por supuesto no sería justo trenzar comparaciones con el desparpajo y la genialidad del tándem formado por John Belushi y DanAykroyd, pero tampoco conviene pasar por alto que, quién sabe si por las circunstancias atmosféricas, la interpretación de esta auténtica “superbanda”, entre la que aparece un conocido de la afición como Francisco Simón, resultó algo plana, sin ese nervio necesario para sacar de su lugar común canciones muchas veces oídas. Un repertorio plagado de piezas memorables que poco necesitó para conectar con un público, además especialmente predispuesto, a través de ases en la manga como "Hey Bartender" o "Messin' with the Kid". Enarbolar la memoria asociada a estandartes de la música negra de la talla de “Soul man”, “Knock on Wood” o “Sweet Home Chicago” siempre es un plato de gusto, aunque éste sea servido por un exceso de profesionalidad que les resta algo de vida, simbólicamente podríamos señalar que llevar tan bien planchados los trajes no casa con unos granujas. Impresiones que sin embargo el chaparrón final disolvió cuando en su despedida hubo un emotivo recuerdo, simbólico (una camiseta del Athletic con el “nombre” de Space Captain) y explícito, para Unax Cañibano, hijo del bajista del grupo Travellin' Brothers, Eneko, del que hace un año por estas fechas tuvimos noticias de su trágico final, y quien no nos cabe duda que también entonó junto con el grupo y el público ese imponente final titulado “Everybody Needs Somebody to Love”.
La última jornada de un festival siempre concita sensaciones contrapuestas, por un lado la de estar frente a una despedida y por otra la de sentir que hay que exprimir los últimos instantes. Y nada mejor para saciar esas ilusiones que encontrarse en el escenario con una mezcla de pasión y juventud, como la que encarna Ghalia Volt, quien dejó atrás su Bélgica natal para instalarse en Estados Unidos, buscando estar lo más cerca posible del origen de su impulso creativo. Convertida en una “one woman band” como forma de afrontar las restricciones de la pandemia, ahora regresa a un formato grupal que inevitablemente supone dar mayor empaque y profundidad a sus canciones. Un repertorio que si bien se siente enraizado principalmente en la mezcla del paso boogie, a lo John Lee Hooker, con la crudeza, escupida por una crujiente guitarra que maneja con excepcionalidad, de Hound Dog Taylor, como ejemplificó a la perfección “Reap What You Sow”, su cadencia trotona es capaz de circular decidida igualmente por el rockabilly en “Gypsy Lady”, sembrar de rock and roll primitivo una pegadiza “Squeeze” o impregnar de briznas campestres “Last Minute Packer”. Todo sin abandonar nunca una tradición que por momentos parece enclavarse en esa escena del Hill Country Blues, que asoma en “Meet You Down the Road” , cuando no colarse directamente en el corazón del Delta del Mississippi con “You Got To Move”. Muestras más que sobradas de que cuando uno se rige por sus sentimientos y hace de sus devociones musicales motor de su interpretación, ésta sólo puede desembocar en el disfrute ajeno.
Una de las múltiples bondades que tiene el arte es la capacidad de ser moldeado al antojo particular, por ese que Bette Smith saltara al escenario con el traje de wonder woman y una gran boa blanca anudada al cuello, sumada a su imperial pelo a lo afro, era un claro indicativo de que su apuesta sobre las tablas pretendía trascender lo meramente musical. Mezclando ademanes de hipersexualidad, como si de una Betty Davis se tratara, o actuando de forma paródica, dicha teatralización no empañó, sino que completó, la calidad de unas composiciones que llevaban implícito su propio espectáculo. Pero ese guion sarcástico, que le hacía exagerar el llanto cuando interpretaba una épica “Don’t Skip Out on Me” o “lucir” pierna para arrasar con la versión de Tina Turner “Nutbush City Limits”, no debe alejarnos de una manera totalmente desprejuiciada de acercarse al soul, demostrando la misma solvencia cuando se envolvió de sutiles melodías, con el afiche de Carole King, en “Jetlagger” o propulsando por medio de “Manchild” todo el fuego rockero, haciendo competencia a The Bellrays. Acordarse de Otis Redding para recrear “The Happy Song (Dum-Dum)” o representar un elegante medio tiempo a lo The Band, llamado “Everybody Needs Love”, nos muestran virtudes a las que acompañan la facilidad para emocionar con un baladón de la talla de “Tennessee Whiskey”. Una idiosincrasia en la manera de hacer las cosas que se refleja en su impetuoso himno, “I'm a Sinner”, porque subvertir cánones y no tomarse demasiado en serio uno mismo es quizás el mejor camino para alcanzar la esencia de la música que uno representa.
Nunca un término como el manido fin de fiesta ha sido tan elocuente para definir lo ofrecido por Mambo Jambo Arkestra, una denominación que refleja el engorde del cuarteto base, encabezado por Dani Nel.lo, por una amplísima lista de colaboradores diferenciados en dos copiosas secciones, una de metales y otra de saxofones, junto a una guitarra suplementaria. Todo ello dispuesto con elegancia tras dos tapices entre los que los músicos aparecían vestidos de villanos de tebeo, ataviados de negro, con antifaz y sombrero turco. Una llamativa representación escénica para lo que no dejaba de ser toda una big band, por su configuración y sobre todo por su espectacular ejecución. Tanto es así que uno no tiene reparos en acordar que, pese a lo feo que siempre resulta entablar comparaciones, si nombres míticos como Count Basie o Perez Prado vivieran a caballo entre el siglo XX y XXI, y por lo tanto fueran conocedores de los múltiples sonidos existentes, no sonarían alejado de lo vivido este domingo. Un espectáculo que capturó desde sus iniciáticas grabaciones, “Flamin’ Hips”, hasta las más actuales, las que anticipan su próximo nuevo álbum, titulado “El gran ciclón”. El hecho de encontrarnos ante una banda genuina de rock and roll significa precisamente que en su identidad late una amplia amalgama de sonidos, los que con este vitaminado formato alcanza todavía mayor esplendor. Capaces de conjugar el jazz-swing con los ritmos latinos en ¡Viva Sapo! o decantarse por el surf en “Promenade”, para trasladarnos a los paradisíacos enclaves de Capri, son sólo estaciones de paso para iniciar un “Fuego Cruzado” de saxofones y guitarras o admirar la fiera pero estética cresta de ese “Gallo de pelea”. La puerta abierta a un magistral guateque en que se convierte “Los ases del baile” fue una de las antesalas para colarnos en la pequeña pantalla y rememorar las melodías trepidantes de “El Hombre y la Tierra”. Dedicarse en los tiempos que corren a embeberse de la tradición más añeja es toda una proeza, pero hacerlo bajo un modelo unicamente instrumental es una heroicidad. Los Mambo Jambo Arkestra no necesitan palabras para hacer de la música un idioma exuberante e imponente, y nosotros, nos quedamos sin ellas para poder explicar la experiencia vivida.
El Bilbao Blues Festival no es uno de esos destinos que serán vendidos como parte de algún paquete turístico que busque el ocio desmedido; tampoco probablemente aparezca su firma en las fotografías que abarrotan las redes sociales; incluso no soportará aglomeraciones que parecen haberse convertido en elementos de distinción. Este proyecto alberga pretensiones mucho menos efímeras, como es la apuesta por la comunión real y cercana con su público, no tratado como una masa amorfa ni como objetivo de los anuncios publicitarios, sino como un multitudinario confidente al que contarle al oído las bondades de ese idioma llamado blues. Más de un siglo después de que naciera un género inventado para paliar el sufrimiento de los más desfavorecidos, en la actualidad no esconde su esencia pero sabe convertirse en todo un reclamo festivo, y eso se mire por donde se mire es un logro, y quienes tenemos la suerte de estar presentes en Bilbao durante estas fechas estivales sabemos que lo que se vive durante estas tres jornadas no termina cuando la noche llega y vuelve a silenciarse la ciudad para ser devorada por la canícula, sino que se trata de un pacto firmado -bajo las cláusulas particulares de cada uno- con el diablo que nos acompañará para siempre.
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