Con “Una batalla tras otra”, su película más política y comprometida con los tiempos que le ha tocado vivir, Paul Thomas Anderson da un golpe en la mesa como observador del presente. Cineasta dado a la mirada del ayer –desde el siglo XIX de “Pozos de ambición” a la década de 1970 con “Licorice Pizza”, “Puro Vicio” y “Boogie Nights” pasando por mediados del siglo XX con “El hilo invisible” y “The Master”–, el director de “Magnolia” se inspira en una novela de Thomas Pynchon –“Vineland”, publicada en 1990 y ambientada en los sesenta- y la actualiza para adentrarnos en una América distópica a la vuelta de la esquina.
El film está dividido por una elipsis de quince años de inactividad de un antiguo revolucionario, encarnado por un Leonardo Di Caprio que sabe encontrar el punto exacto, sin caer en la caricatura, de un personaje que, suspendido en el tiempo y entregado a las drogas recreativas, representa unos Estados Unidos adormecidos ante la impunidad de unas élites blancas supremacistas. Frente a él, un Sean Penn que camina en el alambre del histrionismo para ridiculizar la fuerza armada sin cerebro que se mueve a impulsos de entrepierna. Junto a ellos, una explosiva Teyana Taylor en un breve, pero poderoso, papel y un brillante Benicio del Toro que nos sabe a poco: su personaje de calmado profesor de artes marciales salvador de latinos merece toda una película, su propio spin-off.
Anderson reviste esta llamada de atención a sus compatriotas con una mezcla de géneros inteligente en la que incluso hay espacio para el cine familiar. Cinta de acción de ritmo incesante, Una batalla tras otra, que en su tramo final adopta forma de western de carretera y llega a flirtear con una actualización violenta de un cuento de hadas, cuenta la reconexión de un padre y su hija adolescente –la debutante Chase Infiniti, promesa en ciernes– engañada sobre las hazañas familiares, detalle con carga de profundidad contra una América autocomplaciente, aunque todavía a tiempo para la esperanza.

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