Año 2001. Una feroz tormenta provoca que un velero cargado de cocaína encalle en las costas azorenses. A la deriva, los fardos de droga llegan a la orilla, cayendo en manos de los vecinos de una singular y empobrecida localidad portuaria.
Desde la ignorancia y la desesperación, los habitantes ven en este polvo blanco la oportunidad de edulcorar su rutina y alcanzar sus anhelos, por ahora marchitados por culpa de un pueblo en el que nunca pasa nada bueno. Pero lo que a priori parece un surrealista golpe de suerte, se termina convirtiendo en la maldición en vida de sus protagonistas, que ajenos a las consecuencias que tiene depositar sus sueños en el narcotráfico, terminan pagando el peor precio que el inconformismo soñador e idealista puede cobrarse.
No estamos ante otra serie más de narcotraficantes producida por Netflix, pues clichés a parte, los siete capítulos de “Rabo de Peixe” rompen desde dentro ese género tan trillado gracias al despliegue de carisma de sus involucrados y el progresivo descubrimiento de sus capas.
Con perspectiva cinematográfica, esta suerte de “Fariña” lusa extiende el legado de esta descabellada historia real hasta presentar una ficción romántica y juvenil, impregnada de ambición a la Bertolucci, frenesí a la Ritchie y sexualidad a la Noé.
Un amplio abanico de géneros que van desde la acción más trepidante al sentimentalismo más reflexivo, pasando por una comedia rota que sobresale por encima de su latente poso de tragedia y penuria. Un carísimo sueño americano que conectará con el deseo universal de querer salir de nuestra particular jaula.
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