Como título, el de “Los que se quedan” no solamente se adecua a la trama que ofrece la última película de Alexander Payne, sino que, además, concentra la esencia de la mayoría de los personajes que han poblado la filmografía del director nebrasqueño. Los que se quedan, los abandonados, los que no avanzan, los que han llegado al fin.
Puede ser el jubilado de “A propósito de Schmidt”, el anciano de (¿su obra maestra?) “Nebraska” o el divorciado depresivo, alcohólico y fracasado de “Entre copas”. No es cine social, ni comprometido, al menos tal como lo entendemos, ya que sus protagonistas no pertenecen a las capas bajas, pero habla de la sociedad y los patrones que la rigen, de la experiencia vital, de sus sinsabores, de sus pequeñas alegrías y sus grandes decepciones.
Ahora es el turno de un profesor a la antigua usanza de una escuela privada (perfecto Paul Giamatti, quien ya fuera el protagonista de “Entre copas”, también profesor de instituto, varado en él), temido por los alumnos, despreciado por sus compañeros y tolerado a regañadientes por el director. Además, como colmo e igual que ogros, brujas y demás villanos de los tradicionales cuentos infantiles, está señalado físicamente: un defecto ocular, una sudoración excesiva y un progresivo mal olor corporal lo estigmatizan. Solitario, ha de quedarse en el centro durante las Navidades vigilando a aquellos pocos alumnos que no pueden ir con sus familias, especialmente un tan brillante como díscolo pupilo. Ambos aprenderán a entenderse, a ceder.
Como suele ser habitual en Payne, “Los que se quedan” es una historia tragicómica profundamente humana y equilibrada en su tono. Los personajes que la integran –no solamente la pareja citada, sino también la cocinera negra, otra que se queda para darles alimento– están construidos desde la empatía que merecen aquellos que han vivido y sufrido (o quienes empiezan a hacerlo). Se les comprende con sus errores, vicios y virtudes, rasgo que hace de Alexander Payne un humanista.
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