Homeland (T8)
Cine - Series / Alex Gansa Y Howard Gordon

Homeland (T8)

9 / 10
JC Peña — 25-05-2020
Empresa — 20th Century Fox Television

El final de la octava temporada de “Homeland” nos deja con la melancolía de saber que ya no habrá más peripecias de los intrépidos agentes de la CIA Carrie Mathison y Saul Berenson. Pero queda el consuelo de haber asistido a un cierre a la altura. La temporada final riza el rizo con una trama resuelta entre más escenarios que nunca (Afganistán, Pakistán, Washington, Nueva York, Cisjordania, Berlín Este, Moscú…) que hace equilibrismos y arrastra a los protagonistas a una especie de inevitable duelo final.

La posible firma de la paz con el líder de los aguerridos talibanes afganos es el punto de partida. Por supuesto, los rusos siguen enredando y la política exterior norteamericana está a merced de asesores sobrados de testosterona que no tienen ningún contacto con el mundo real. En un par de giros argumentales tengo la impresión de que los guionistas están a punto de despeñarse, pero por enésima vez consiguen salir airosos. Los creadores homenajean con clase la noble tradición de la ficción de espías (del Berlín de la Guerra Fría a Joseph Conrad y su novela magistral “El agente secreto”), ese factor humano que exploraron Graham Greene y John Le Carré. Consiguen hacer justicia a los personajes con un final memorable y agridulce al ritmo del saxo de un Kamasi Washington actuando en un teatro de Moscú (aunque la escena se rodara en realidad en el Teatro de Los Angeles). La directora Lesli Linka Glatter (“Mad Men”, “The Newsroom”) ejerce de realizadora tan eficaz como invisible. Siempre al servicio de los personajes.

Creo que, por aquí, no se ha prestado suficiente atención a la serie de la productora Showtime creada por Howard Gordon y Alex Gansa a partir de la israelí “Prisoners Of War” (título también del capítulo final). Etiquetada cuando se estrenó en el otoño de 2011 con el marchamo de producto de consumo (como si entretener noblemente no fuera lo más meritorio), no tenía el lustre intelectualoide de HBO, ni el oportunismo hipster de Netflix, ni el sello de autor de otras producciones que se propusieron revolucionar la ficción universal y apenas duraron un suspiro: como ejemplo, la alambicada y confusa “Counterpart”.

Con su discreta cabecera con música de aires jazzeros (obra del compositor Sean Callery) y su realización sobria, casi de telefilme de sobremesa, ni siquiera exhibía derroche de medios como su competencia, aunque en ningún caso le faltaran. Porque la grandeza de “Homeland”, lo que le ha permitido llegar hasta aquí, radica en la minuciosa construcción de personajes, unos guiones primorosamente elaborados como mecanismos de precisión, y unos diálogos siempre afilados que desvelaban la tramoya y las turbias trastiendas de la política y del espionaje con una lucidez pesimista poco frecuente. No olvidemos que la serie fue capaz de reinventarse cuando menos se esperaba: la dramática muerte del sargento Nicholas Brody (cuya memoria se recupera, algo innecesariamente, en el inicio del capítulo definitivo), al final de la ya lejana tercera temporada, cerraba todo un hilo narrativo, augurando una decadencia segura. De hecho, a Gansa y Gordon les había resultado imposible mantener la tensión insuperable de una primera temporada soberbia que había explotado hasta el límite un juego narrativo absorbente en el que se apostaba por la ambigüedad y el racionamiento de información. Parecía que aquello no podía dar más de sí.

Sin embargo, tras la ejecución en Irán del trágico personaje de Brody (Damian Lewis), los guionistas se exprimieron las meninges elevando el nivel en cinco entregas sucesivas que han resultado apasionantes. Ninguna serie de ficción (yo, al menos, no la he visto) ha mostrado los entresijos del poder, las contradicciones y miserias de la política exterior e interior al más alto nivel, el coste personal que tiene el juego del espionaje para todos los que se dedican al turbio oficio de defendernos de los malos con los medios más dudosos, los callejones sin salida a los que nos conduce el avispero de Oriente Medio y sus consecuencias en Nueva York, Washington, Cisjordania o Berlín, de una manera tan endiabladamente absorbente. La verosimilitud con la que nos ha venido mostrando el trabajo sucio de agentes, espías, topos, gobiernos, turbias ONGs, asesores u organizaciones gubernamentales fuera de control, o traidores con motivos para pasarse al otro lado, no puede soslayar un hecho seguro: la realidad será mucho más pedestre e infinitamente menos inteligente y entretenida. Conseguir ese raro equilibrio entre verosimilitud y licencias dramáticas es el gran hallazgo de “Homeland”.

En las últimas tres temporadas, el lodazal de la política norteamericana (es decir, universal) ha sido diseccionado con precisión de bisturí. Me tengo que remontar a una obra maestra como “Tempestad sobre Washington” de Otto Preminger, para encontrar una obra de ficción que refleje el juego implacable y lleno de contradicciones de los pasillos de Washington con semejante finura y verdad. “Homeland” tenía, además, una capacidad asombrosa para anticiparse o digerir en tiempo real los grandes conflictos de la geopolítica de un turbulento siglo XXI que se inauguró con el 11-S.

Se ha dicho que su punto de vista es demasiado norteamericano. No acabo de entenderlo. Asumiendo que es una serie estadounidense y que los protagonistas pertenecen a la CIA, ¿dónde se ha visto una versión tridimensional de talibanes, políticos iraníes, afganos y paquistaníes, yihadistas europeos, topos de potencias enemigas, incluyendo a los taimados e incorregibles rusos, o traidores, como en los apasionantes embrollos en los que los agentes protagonistas se han visto envueltos durante estos años? ¿Y cuál es la imagen que nos queda de esa CIA tentacular, cuestionada y frecuentemente fuera del control político, dispuesta a borrar del mapa con drones o comandos a presuntos terroristas utilizando su misma falta de escrúpulos y asumiendo los daños colaterales con extrema frialdad, o incluso a patrocinar un golpe de Estado contra su propio Gobierno, rota internamente entre facciones rivales? Ninguna persona u organización puede quedar indemne de la guerra contra el terror poniéndose a su nivel. Y sin embargo, ¿hay alguna alternativa realista? Este laberinto sin salida clara está admirablemente retratado en las peripecias de la pareja protagonista (y muchos excelentes secundarios: recordemos al intrigante personaje interpretado por F. Murray Abraham): la concienzuda agente bipolar obsesionada por su oficio Carrie Mathison (Claire Danes) y su padre profesional, el culto, sensato pero pasional, sufridor e implacable judío Saul Berenson (un majestuoso Mandy Patinkin, el espadachín de “La princesa prometida”, en el papel de su vida), representante de los últimos vestigios de la vieja escuela de la Guerra Fría en un mundo que ya no es el suyo.

Viendo de reojo lo que se avecina, vamos a echar mucho de menos “Homeland” y su escalpelo diseccionando política, espionaje y relaciones internacionales, el desolado realismo que se esconde tras su vigor narrativo y sus personajes indomables fieles a sí mismos. ¿Qué habrían hecho sus avezados guionistas con la crisis del COVID-19 y las viciadas relaciones entre Estados Unidos y China? Me temo que ya no podremos responder a esta pregunta. O quizá Gansa y Gordon trabajan en ello.

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