Bajo una premisa divertida que podría resumirse en uno de los diálogos de la novela, “drogas y móviles viajando en el tiempo, ¡qué movida!”, la multifacética Diana Aller construye una historia sobre la nostalgia, el paso del tiempo y el deseo infantil o remedio terapéutico de volver atrás, reencontrarte con tu Yo del pasado y hablar contigo mismo.
Los más estupendos pensaremos que seríamos prácticos en lo que nos diríamos —vende tu casa antes del 2008; invierte en una empresa llamada Apple—, tal vez sentimentales —habla más con tu madre, preocúpate por este amigo—. Mencía, la protagonista de “Todas las guerras empiezan en verano”, es más directa: no te líes con Ramiro, huye de él; aquí, en esta época, todo el mundo flipa con el reggaeton; y, sobre todo, por favor, quítate ese flequillo.
La novedad en el argumento de Diana Aller consiste en caer en la cuenta de que, al recibir un mensaje del futuro, nuestro Yo del pasado también querría ponerse en contacto con nosotros y utilizar ese canal para comunicarse en el tiempo. Sucede así una transformación de una misma persona en dos realidades distintas, una Mencía del pasado que pasa de exigir una respuesta a qué caerá en la Selectividad del año 2000 a rogar por algo mucho más humano, “cuídate, cuídame, Mencía, por favor”; y una Mencía del presente (o del futuro) aturdida por la responsabilidad que implica cada decisión tomada para todas las líneas temporales.
No por casualidad, Mencía y sus amigos se encuentran en verano, ese momento en el que verdaderamente se sitúa el año nuevo, donde todo cambia, y en esa edad en la que ya no son niños y las reuniones de trabajo, las bodas, las despedidas de soltera y las enfermedades de los padres nos empujan a una vida adulta, mientras ellos se aferran a lo poco que les queda de juventud a base de drogas, noches en Malasaña, afters y sexo olvidable y olvidado tras todo ello.
Un caso más de novela que mediante el humor hace una crítica de las carencias que nos han tocado, el empobrecimiento mental, democrático y vital que enfrentamos. Curiosamente, en los momentos en que esa crítica se hace explícita y evidente pierde fuerza y frescura, prefiriendo (el lector) experimentar esa crítica en las propias vivencias de los personajes. Lectura ideal para cada verano.

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