Tan negativo puede ser quedarse a vivir en el pasado como ser víctima de una amnesia absoluta. Al menos eso es lo que yo siempre he pensado acerca de la nostalgia, una de las grandes cuestiones de la cultura pop en los últimos tiempos. La nostalgia puede ser paralizante, pero también albergar facetas positivas si se administra con mesura. El filósofo estadounidense Grafton Tanner aún va más lejos: aboga por resignificar en positivo esa nostalgia para hacer frente a algunos de sus efectos más perniciosos, especialmente los que derivan de las inclemencias del capitalismo y, sobre todo, los que se coligen de su utilización por parte de los populismos de extrema derecha (Trump, Bolsonaro, Orban o el nacionalismo rancio que impulsó el Brexit). No es casualidad que, sin salir de nuestro propio país (esto ya lo digo yo), se emplee el adjetivo “nostálgico” a quienes en realidad solo son neofranquistas que defienden una dictadura que murió matando. Un evidente blanqueo ideológico.
Ampliando todo lo que ya han apuntado antes Simon Reynolds ("Retromania. La adicción del pop a su propio pasado", de 2010) y Mark Fisher ("Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos", en 2017), Grafton Tanner elabora un completísimo ensayo con el que completa su particular trilogía alrededor de la nostalgia, tras "The circle of snake". "Nostalgia and utopia in the age of big tech" (2020, Zero Books) y "Un cadáver balbuceante. El vaporwave y los fantasmas electrónicos" (aquí publicado por Holobionte en este mismo 2022). Solo el segundo ha sido traducido al castellano, hasta ahora. De hecho, los interesantísimos apuntes que aquí traza sobre el hip hop alternativo, el chillwave y el vaporwave de los 2010 enlazan con este último libro, aunque aquí el enfoque es eminentemente sociológico y trasciende con creces lo estrictamente musical: en tiempos de un miedo atroz a un presente deforme y a un futuro que se nos presenta poco menos que distópico, azotados por la pandemia, la crisis económica, los populismos xenófobos y una galopante crisis climática, es absolutamente inevitable que la nostalgia se nos presente como un refugio más que apetecible. Es lo que llevamos viviendo en la última década. Incluso antes, con aquellos ochenta que parecieron un remake de los cincuenta, cuando los ciclos históricos duraban en torno a veinte o treinta años. Pero desde 2010 se ha acelerado hasta agudizarse. El tiempo se desmaterializa en nuestras narices.
El capitalismo lo sabe, la gran industria del entretenimiento lo sabe (de ahí lo de “las industrias de la nostalgia”, absolutamente invasivas, o la parte dedicada al “nostalgoritmo”, que no deja de ser un bucle) y los políticos también lo saben, cuando apelan al confort, la seguridad y la estabilidad perdidas. Pero en lugar de intentar suprimir un sentimiento tan frecuentemente tildado de negativo o conservador (muy interesante el recorrido histórico del vocablo y su consideración peyorativa, estigmatizada desde su uso como patología en las guerras de hace siglos, en comparación con la rabia, de la que siempre se ha reconocido su valor como combustible creativo), Grafton Tanner aboga por extraer lo mejor de él para aprender de los errores y aciertos del pasado y proyectarlos a un futuro algo mejor. La proyección de la nostalgia no es inocente, viene a decirnos. Hay unos claros intereses detrás. Pero en nuestras manos está reconducirla para no ser meros títeres de quienes tienen el poder, cualquier clase de poder, en sus manos.

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