La incapacidad de Nikki Sudden para comprender el mundo, o a los dioses, o lo que sea que lo convierte a uno en un perdedor, ha arrojado al británico a la categoría de fantasma ausente: Sudden es de los que se quedan sin dinero por culpa de los vicios, de los que prefieren imaginar que capitanean un barco pirata que, de existir, encallaría seguro en el dique seco del Soho, con una caterva de pre-jubilados y ex-proyectohombres a bordo pidiendo setenta bourbons o su equivalente en heroína.
A pesar de todo, el minoritario (pero fiel, ya saben) respeto por Sudden está sobradamente justificado. Respeto por un discurso lleno de fórmulas trágicas y a la vez fáciles, agradables de oír (las estridencias se las quedaron los inimitables Swell Maps y Jeremy Gluck), y hasta por su ridícula indumentaria, mitad Adam Ant mitad Keith Richards (y ser yonkie no es cool, quítenselo de la cabeza). Respeto por su habilidad para provocar rigidez en la nuca de quienes se avalanzan sobre sus canciones (aquí, radiantes, “Stay Bruised” y “Fall Any Further”), por conseguir que el blues de Dylan suene cortés, con una calidez gospeliana que entra directa a los pulmones. Sudden está lleno de una divina suavidad. Su ausencia del mundo y su malditismo crónico son un arte de mago. Una sucesión de pases magnéticos para quienes, como Kilgore Trout, han dedicado toda su vida a buscar la verdad y la belleza, y no han encontrado nada de nada.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.