Lo peor que puede pasar cuando una banda con personalidad (The Libertines) tiene éxito es lo que pasa casi siempre: que le salgan imitadores de medio pelo y que todo el mundo tenga que comulgar con ruedas de molino.
Unos Libertines nacen, no se hacen. Y por eso resulta poco convincente que el tal Derek Meins cante como si se hubiera bebido todas las cervezas de su pub local o se hubiera metido todo lo que le sobró a Pete Doherty. Amigo, no se trata de ponerse mucho y luego cantar. Se trata de hacer buenas canciones y luego, si resulta que estás puesto, pues cantarlas lo mismo, qué se le va a hacer. Pero si falta la clase y los intangibles que hacen que un tema se quede, estás muerto, por mucho que fuerces la garganta, alargues los riffs punk para que suenen blues o hard y enmascares vergonzantemente el estribillo de “No Future” sin acreditarlo (escuchen “Desires Of Liars”). La urgencia juvenil también entiende de talento y ni los apuntes psicodélicos ni las imitaciones de Shane McGowan (lo de “Goodbye Rose Garden” es de nota...) salvan la cara de un disco que lleva enganchada la etiqueta de “quiero y no puedo” allí dónde en cuatro días le pegarán la de “serie media”.
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