El segundo disco para Matador del guitarrista y compositor de Philadelphia Steve Gunn le mete de lleno en la gran liga de la nueva ola de artistas que renuevan y reinventan el rock a partir de las esencias clásicas. Tras una década entre bambalinas, produciendo a artistas como su amigo Kurt Vile y cultivando una carrera en solitario sin aspavientos con la honestidad como bandera, el norteamericano da un paso al frente desde una serena introspección.
El de Pennsylvania apuesta por depurar sus canciones hacia la sencillez y el énfasis en la interpretación vocal. No quiere decir esto que sea un disco absolutamente desnudo: sutiles y bonitos arreglos de cuerdas enriquecen las canciones. Apoyado por Tony Garnier, bajista y colaborador habitual de Dylan y su productor y amigo James Elkington, las composiciones crecen desde los arpegios acústicos, en una hipnótica tierra de nadie entre el pop de vanguardia, el folk de la escuela británica, la psicodelia delicada y esos sutiles aires jazzeros que siempre ha cultivado.
La muerte de su padre marca un trabajo sereno en el que se oyen ecos de los enormes The Go-Betweens ("Vagabond", "Luciano"), favoritos en su panteón particular, o figuras icónicas del folk alternativo como el británico Michael Chapman, al que, además de producir, siempre ha admirado. Del trémolo ensimismado de "New Moon" a la psicodelia amable de "New Familiar" y el piano de la pieza final "Paranoid", que podría firmar Steve Mason, discurre un álbum atemporal que nos lleva de vuelta a una era en la que uno podía perderse dentro de la música en busca de sus poderes curativos. La pieza central, la emocionante e inmensa "Stonehurst Cowboy", es un precioso y sentido homenaje a su padre, fallecido justo dos semanas después de la publicación de su anterior disco.
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