Lux
DiscosRosalía

Lux

8 / 10
Yeray S Iborra — 07-11-2025
Empresa — Columbia / Sony
Género — Pop

¿Está “Lux” fuera del pop? ¿Es “Lux” un disco que debe escucharse con manual de instrucciones? ¿Con notas al pie? ¿Disculpe, pero esto cómo se baila?
¿Perdone, cómo me emociono más de dos minutos seguidos entre tanto giro?

Deslumbrante, ambicioso, técnicamente apabullante. Pero emocionalmente intermitente. Eso es “Lux”, lo nuevo de Rosalía, una misa para fieles de Dios y del establishment cultural.

Estos sesenta minutos que se analizarán hasta la pereza, son un reto. Tienen de todo. Un mosaico que se sostiene por pura fuerza de voluntad, de producción, de aparato. Pero que, a ratos, parece un cuerpo con demasiadas cabezas. Hay una carrera descomunal detrás, es innegable. Hay continuismo discursivo. “Lux” es una catedral gótica. Porque por tramos es oscura, angulosa. Tremendamente Romántica, como le gustaría a Bécquer. Pero también porque está construída sobre los cimientos de otras catedrales, propias todas, y de las que aprovecha partes. Vuelve la voz en primer plano, sin efectos (“Los Ángeles”, 17), la modernidad sosegada (“El Mal Querer”, 18) y suenan espadas de “Motomami” (22), se habla de goma quemada.

Rosalía ya no es la voz prometedora, la malamente, la empoderada. Ahora es otra cosa: una técnica, una directora de orquesta, una mujer que hace de su producto un mapa de salvación personal. Pero, ¿salvación exactamente de qué?

Porque, como ya habrán oído, “Lux” no es un disco que se entienda fácil. Requiere escuchas. Es un álbum que se descifra. Lo que propone el largo es un salto al vacío de la propia fe: la fe en sí misma, la fe en un Dios al que parece tratar de tú a tú. “Mi Cristo llora diamantes”, canta en italiano. Hermoso y peligroso. Tradición y adulteración.

Hay momentos de lucidez mística —el diálogo entre “Sexo, violencia y llantas” y “Reliquia” donde la voz vuelve, por fin, a ser cuerpo innegociable, instrumento, duende. Ahí, cuando deja de pretender y se deja caer, rompe, Rosalía roza lo sublime. Suena brutal, preciosista, sin miedo a lo sinfónico. Pero también, por momentos, su propio discurso la engulle.

Lo de los trece idiomas es una sobrada catedralicia. La Torre de Babel es un gesto. Una performance de excesos. El inglés y el catalán funcionan, se entienden, se abrazan. Pero lo demás… lo demás es decorado, turismo lingüístico. Una academia de idiomas sin explicación aparente. En “Los Ángeles”, otros —muy bien seleccionados— rimaban por ella, en “El mal querer” había poética, búsqueda en el lenguaje. Aquí, como en “Motomami”, hay demasiado neologismo difícil de casar. Mucho verbo en infinitivo. Una voz que se sabe poderosa, cara, escuchada. Y por eso mismo olvida el misterio.

Lo que sí hay —y no es poco— es una producción de otro planeta. Arreglos milimétricos, texturas que vibran, coros celestiales (Orquesta Sinfónica de Londres, el Orfeó Català y la Escolania de Montserrat) bajos que se arrastran, vientos que lloran. Desde Björk (colabora en “Berghain”), pasando por Arca y hasta Nick Cave. Y sumando al barroco Georg F. Händel y otros clásicos de los que me faltan referencias. Escuchen “Sauvignon blanc” y ya: ¿Qué sería de Rosalía sin esta pulsión de pasarse el juego en cada canción? Esa obsesión por elevarlo todo, por no sonar nunca igual. Pero tanto exceso puede llevar a la extravagancia.

Claro, entre tanto efecto, hay belleza. “Porcelana”, puente total hacia “El mal querer”, ¡el grave pesadísimo que lo arrastra todo! En “La rumba del perdón”, reflejo de la Rosalía más humana, la primera que conocimos, la que jugaba con la tradición sin necesitar trece idiomas ni universos paralelos y donde se deja ayudar magistralmente por Estrella Morente y Silvia Pérez Cruz. La composición del álbum, decía, es valiente. Muy por encima de coetáneos. Hay ideas que rozan las ganas de traspasar fronteras de Morente, un intento de hacer flamenco desde cada rincón de la música contemporánea. En “Magnolias” cierra como Florence Welch si se hubiese criado entre misas y rotondas del Baix Llobregat. Brutal. Y ahí sí eriza la piel.

El amor aquí ya no es romántico. Es un amor más abstracto, espiritual, un amor que observa el mundo desde arriba, como si se hubiese cansado del cuerpo. Pero en ese desapego también hay frialdad. “Lux” se escucha con cara de seriedad. Es un álbum que impresiona más de lo que emociona. Que deslumbra más de lo que duele. A Rosalía se le ha aparecido la Virgen. O al menos, la ha hecho aparecer para nosotros. Ya no es una artista pop. Es una publicista del misterio, una técnica del significado. Coge ideas, las mezcla, las zarandea. Y en ese intento de elevarse, a veces se deshumaniza.

A veces parece que no haga canciones. Sino conceptos. Como en las agencias de “Mad Men”. “Lux”, una ópera de la era de las pantallas, una misa futurista en la que la artista se adora a sí misma. “Dios es un stalker”, canta. Y sí, quizá lo sea. Pero esa ironía también se le vuelve en contra. Su espiritualidad se nota manufacturada. El pop ha maridado con la religión en numerosas ocasiones. Desde Madonna hasta el metal setentero. Pero no se había puesto tan en el centro, y tan simbólicamente, en los últimos tiempos. Somos una generación a la que le parece exótico “La Mesías” (Los Javis, 23). Que epata con “Los domingos” (Alauda Ruíz de Azúa, 25). Sabemos de espiritualidad lo mismo que de lucha colectiva. Y eso dice mucho, y malo, de nosotros, millennials y demás, y Rosalía lo sabe. Deben faltarme lecturas, pero cuesta percibir lo que los medios ya conciben como referentes: Juana de Arco, Santa Teresa, Hildegarda de Bingen. La sensación es que, como criticaba la artista y poeta Juana Dolores días antes del lanzamiento, esta es su enésima muestra de despolitización, de concebirse sin peros dentro del sistema.

Me pregunto a raíz de leer a Ferran Sáez Mateu en el Diari Ara: ¿No sería lo más subversivo (y católico) en este mundo de individualidad, atomización y believe in yourself rezar en una habitación y ya?

Y lo de siempre: ¿Deben los artistas estirar el discurso? ¿Exponernos ante nuestras contradicciones? Deban lo que deban, lo que ofrece Rosalía es su religión privada como espectáculo. Una religión del yo, de la marca, de la estética. Sólo se percibe duda con la que empatizar en la mundana y sutil “De madrugá”.

Rosalía se ha alejado de lo urbano. Bien. Era tierra quemada.
Ha encontrado un tema fuera del amor romántico. Bien.
Ya no hace (siempre) canciones. Mal.
Es un rompecabezas. ¿Bien?
¿Emociona, entonces? A ratos.
¿Puede un disco pop no emocionar?

“Lux” no está fuera del pop, del mercado pop, al menos. Aunque sí. Su base es clásica y está ordenado en cuatro movimientos: está en su centro algo más pretencioso. Se disfraza de tema trascendente. Si de forma cínica le arrancamos el significado al contexto, hay momentos de puro sonido, de pura belleza. “Yo quería ir de blanco y fui de violeta”. Ahí, en ese verso, habría todo un álbum entero. Pero a ratos se pierde esa máxima. La contradicción, la impostura, la gracia, no son las coordenadas de esta Rosalía, que lo tiene todo preclaro.

Después de sesenta minutos de una intensidad fuera de toda duda, se me ocurre poco más que preguntarme: qué es el pop y quién es Rosalía. Porque de lo que no tengo duda es que “Lux” son los sesenta minutos más extenuantes de la industria, del sistema pop, de este 2025. Y Rosalía, su autora, su creativa, su patrona. La firma más controvertida, inteligente y excesiva de su quinta.

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