1973
DiscosQuique González

1973

8 / 10
Kepa Arbizu — 03-10-2025
Empresa — Cultura Rock
Género — Folk Rock

El 17 de octubre de 1973, en el madrileño barrio de San Juan Bautista, nacía Quique González, el mismo que es capaz de llenar salas de conciertos en medio del desierto que rodea tantos escenarios y de haber convertido el rock americano de calidad, ese que parece ser una ambrosía solo al alcance de minorías selectas, en un estribillo coreable por miles de voces. Por cierto, también es el encargado de prestar ese año que marca su inicio en la vida al título de su recién editado disco, publicado catorce días antes de lo que sería su cincuenta y dos cumpleaños. Demasiadas coincidencias para no sospechar que se trata de una donación desinteresada e íntima, sin exigencias de devoluciones ni intereses. Porque ahora esa cifra, la misma que significó el fallecimiento del magnífico actor Edward G Robinson o que convirtió Chile en una mazmorra de generales, pasa a ser la del alumbramiento de un nuevo ser, entonando su llanto de bienvenida al mundo en forma de canciones, y que como tal se merece su propio almanaque; uno, eso sí, apadrinado por Quique González.

Si extendemos esa absurda y restrictiva parcelación que se hace entre generaciones, limitadas por unos usos, disgustos y costumbres supuestamente característicos, obviando cualquier espacio para el aprendizaje y la evolución, hasta el ámbito musical, el resultado se muestra igualmente desenfocado en su incapacidad para comprender que el calendario, y no digamos el aleatorio lugar de nacimiento, es un hogar muy poco representativo cuando de lidiar con los impulsos creativos se trata. Traducido al caso que nos compete, el autor de una ya basta carrera hecha de múltiples trabajos que casi cada cual puede presumir de ser escogido como preferido por alguna parte de su galaxia de seguidores, pertenece a una estirpe de cantautores rockeros, llamémosles “songwriters” por acotar posibles malentendidos, que brotaron de la tradición sembrada por el blues y que ha llegado hasta nuestros días en envoltorios de los más heterodoxos y anteriormente inimaginables. Lejos de pruebas que desarmen su armazón clásico, lo que no debe confundirse con un tedio inspiracional, su trayectoria ha sido engendrada por esas dos sensibilidades que adornan al compositor, comunes en la familia musical a la que pertenece, y que remiten al ímpetu eléctrico y al nostálgico rasgar acústico. Diversidad de genes llamados sin embargo a convivir y reproducirse, como si de un cuerpo humano se tratase, hasta albergar el alumbramiento de un trabajo, acumulación de toda esa continua evolución de saberes con que el tiempo le ha ido obsequiando, y que ha sido bautizado como “1973”.

Si una perfecta presentación sobre quién es uno mismo en la actualidad se ve necesitada del sustento que proporciona conocer los orígenes, la fecha natalicia escogida como marca de agua de este repertorio representa esa inevitable mirada que busca revelar el destino al que ha llegado el músico. Un horizonte que no pierde la inquietud por extender su espacio, conquistado con una banda de acompañamiento que, al margen de sonadas colaboraciones, se ha conformado recientemente en los escenarios de la forma más natural, consistente en escoger la familia a la que se quiere pertenecer. En este caso un árbol genealógico que si bien todas sus ramas por separado siempre han estado presentes en el ecosistema del compositor, es ahora cuando se presentan como un ente conjunto. Un vínculo de consanguinidad musical que tiene a Toni Brunet como esa mano derecha que todo intérprete principal necesita como sostén y complemento artístico. Una aleación de iguales, al menos en afinidades y destino emprendido, que pone rumbo hacia un espacio dispuesto a enunciar con recato y elegancia la incertidumbre que siempre acaba por definirnos.

Perfecto sabedor de que el arte no aspira a decorar certezas, sino a desenterrar interrogantes, Quique González asume, enfundado en una lírica especialmente mimada, la pelea por entablar conversación con la duda metódica que todo relato, sea personal o colectivo, contiene. Una narrativa que viene transportada por un músico que, a tenor del rumor autobiográfico -en lo creativo- que desprende el disco, se presenta casi ubicuo en lo que respecta a sus manifestaciones sonoras, estableciéndose en terrenos dictados desde el presente pero que dialogan con el pasado e incluso, por qué no, con el futuro. Una brújula que, aunque desafíe cualquier orientación concreta creando su propio espacio magnético atemporal, viene regulada por ciertos diagnósticos comunes en cuanto al sentido evocador y casi atmosférico que elige como lenguaje, pero sobre todo a una instrumentación que recoge un papel protágonico, haciendo que su banda sonora logre alcanzar una corporeidad pictórica, o incluso cinematográfica, dado el gusto por esta disciplina del compositor, capaz de transformar en siluetas, inmersas entre sombras y bajo paso sigiloso, las canciones.

Como si de una declaración de intenciones se tratase, la apertura del álbum, en manos de “La caja de herramientas”, dicta también las líneas maestras -que no absolutistas- del recorrido, porque si el golpeo de guitarra y su alma soul incita a imaginar una desembocadura épica en forma de estribillo majestuoso, la acertada decisión es por el contrario desplazarse grácil y tierno. Una constatación del estado anímico que pernocta en unos temas que recopilan a la perfección el espíritu rockero del madrileño, el mismo que comparte camino con el folk en “Flashes”, donde la cita a Kris Kristofferson se puede hacer extensible a una configuración sonora de melancólica placidez, o que establece la cadencia de un medio tiempo como herramienta para congregar teclados, magistralmente manejados durante todo el disco por Raúl Bernal, y coros entorno a “Cheques falsos”, una esplendorosa liturgia, con Lapido y Dylan secundando la ofrenda, sobre la complicada pirueta que supone sobrevivir.

Del mismo modo que su huida de Madrid le ha llevado a morar entre el bucólico paisaje cántabro, las composiciones que escogen esa sutil y evocadora nostalgia, un idioma especialmente atractivo en boca de Ron Sexsmith, son cada vez más habituales. Una presencia abanderada en este trabajo por “De verdad lo siento”, donde en compañía de Gorka Urbizu asume su faceta más orquestada para alabar el naufragio como una manera de salvación, y “Preguntas sencillas”, que en consonancia con su título hace del minimalismo su idea vehicular. Un itinerario por ese ambiente noctámbulo portando un candil entre las manos que en ocasiones se desprende de su llama hasta mantener solo un leve suspiro, por el que sin embargo supura la agitación insomne de “Oro líquido”, o que se sostiene sobre los riffs de guitarra de “Santos“, que sacuden como ese repetitivo golpeo de las agujas del reloj convertido en un eco infinito suspendido en el silencio.

En cualquier línea argumental, por muy identificativa que sea, hay siempre un lugar para senderos que se escapan del recorrido vallado y que paradójicamente acaban por ser imprescindibles para entender la fotografía global. Una suerte de versos libres que en este disco tienen a “Terciopelo azul”, de evidentes reminiscencias filmográficas, a uno de sus estandartes. Menos perfectas resultan otros “díscolos” temas como una “Descosiendo un milagro”, que entra en parajes habitados por Tom Waits o Diego Vasallo de una manera demasiado pacífica, o “Coleccionistas”, poseedora de ese tono cosmopolita alimentado por la angustia existencial anunciada entre luces de neón. Una mirada a los sótanos del paraíso metropolitano diseñada por quien habita la serenidad campestre, o lo que es lo mismo, la radiografía de un universal palpitar de las cicatrices.

Este emocionante y bello disco está hecho de canciones que en su mayor, y esencial, parte han sido imaginadas no para ser cantadas voz en grito, sino para ser entonadas desde la intimidad, donde las palabras han sido concebidas con la intención de desnudar esas grandes verdades que casi siempre son una careta repleta de pequeñas falsedades. “1973”, a su manera, es una oda contra la inmediatez, esa que pretende seducirnos haciéndonos creer que siempre tropezamos con la misma piedra, cuando en realidad somos cantos rodados que en su abrupto discurrir van construyendo su irrepetible figura.

 

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