Al igual que el estado de Nevada significó para muchos vascos dedicados al pastoreo un destino en busca de oportunidades, esta banda procedente de Durango ejerce su propio flujo migratorio hacia la misma ubicación -salvo por la incorporación de esa letra muda al final de su enunciación- para, en este caso, depositar en él el nombre de su formación. Una vinculación que, más allá de ese simbólico reemplazo generacional de aquellos lazos geográficos, supone también, y sobre todo, un espacio referencial que alude a la música estadounidense, al fin y al cabo cuna de todos esos ritmos surgidos entorno al rock and roll y que a través de los tiempos, y bajo el acento propio de cada época y localización, han sido agitados convenientemente hasta engendrar toda una prole de díscolos -pero en absoluto renegados de su vetusta filiación- vástagos dispuestos a seguir poblando el ecosistema sonoro.
Una década después del alumbramiento del grupo, y con las lógicas e inevitables alteraciones en su alineación, el reguero de enfáticas y ruidosas tonadas dejadas a su paso es más que considerable, al igual que también lo es una sutil evolución que si no compete sustancialmente a sus directrices, al margen de que ciertos arraigos “blueseros” hayan quedado diseminados entre su robusto esqueleto, sí lo hace en cuanto a una puesta en escena que exhibe una sonoridad más redonda e imponente, trasladando el siempre estimable “amateurismo” asilvestrado hacia la consolidación de su particular bola de fuego, que no solo irradia de manera más nítida y fogosa, sino que su capacidad de expansión también se ha incrementado. No se ha tratado en absoluto de reconducir hacia el manso camino el caballo desbocado que siempre han sido, pero no se puede obviar que estos diez años de actividad les ha proporcionado las suficientes herramientas como para cabalgar libres con total naturalidad, que en su caso es sinónimo de un trote vertiginoso.
El único desacompasamiento que se le puede atribuir a este disco precisamente responde al que alude su título, en lo que puede ser entendido como un discurrir a contracorriente existencial pero también en relación al idioma musical adoptado, acostumbrado históricamente a ser relegado a espacios escondidos al clamor popular. Fuera de ejercicios simbólicos, la materia de la que está construida este repertorio no expone quiebra alguna, su destino está firmemente diseñado con rumbo a buscar un impacto directo en el oyente. Aspiración kamikaze, conducida con control y sapiencia, encomendada a esa férrea aleación que la historia ha enhebrado entre el ruidoso galope del rock and roll y la actitud de envalentonado desgarro propia del punk. Coordenadas transformadas en nombres propios que se presentan provenientes de latitudes casi opuestas, porque si las “hordas” escandinavas, encarnadas en Hellacopters o Turbonegro, imponen su flamante rastro en “Sinner”, la combustión prendida desde paisajes más cercanos, como los ubicados en la escena donostiarra de Buenavista, se extiende en ”Fire Up” o “Scream It Out Loud”. Aullidos eléctricos que haciendo honor al bautizo de “Hopeless Generation”, salen expedidos, teniendo como correa de transmisión a los Dictators, en forma de arraigados riffs que convierten su pegadizo estribillo en una mano tendida a esa generación condenada a un relato pleno de sueños abortados.
Sabedores de que las peleas se ganan no solo con el envite repetitivo, sino con el manejo danzarín de los pies y un golpeo de procedencia cambiante, la banda rechaza regocijarse recorriendo el mismo camino recto, por muy bien que conozcan su morfología, para emprender curiosos el rastreo de sus aledaños. Un escenario en el que “Oin ez” aparece dictado en euskera, lenguaje espolvoreado a lo largo de sus trabajos, bajo un formato que merodea, en parte gracias a sus épicos punteos, el umbral entre el heavy y el hard rock. Recorrido por paisajes limítrofes que también puede ser adjudicado a la más aireada pero igualmente intensa “Mare”, que se aleja algo de las referencias temporales y genéricas dominantes para disfrutar de la expansión que supone tender puentes con otro tipo de bandas como Thin Lizzy o Slade, o un “Last Train Home” capaz de erigir un vínculo entre los Ramones del “Brain Drain” y los más actuales Japandroids. Ejes fluctuantes sobre los que gravita un mapa sonoro escrito con hierro fundido.
Sabedores de cuál es su identidad y sus innegociables certidumbres musicales, Nevadah sin embargo no aspira a ser retratado por una estática e inamovible instantánea, al contrario su singladura es el resultado de quien reconoce cuál es la meta codiciada pero que no renuncia a trazar su búsqueda de la forma más excitante posible. Una actitud de la que “Outta Time” es una clara consecuencia, un disco integrado por el mismo número de canciones que de pecados capitales y que, como ellos, representan esos condicionantes que entorpecen una apaciguada estabilidad pero que posibilitan entonar este bullicioso festín.
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