Cualquier aficionado con buen gusto y acostumbrado a navegar entre esas preferencias concretas que van de indie-pop con regusto añejo a power-pop inmaculado sin menospreciar el jangle-pop, guardará en su memoria títulos como “Kontiki” (Copper, 97) o “The Big Picture” (Rainbow Quartz, 01). Fueron el segundo y tercer álbum respectivamente de Cotton Mather, aquella banda que robó su nombre de un reverendo puritano de la Nueva Inglaterra colonial.
Harold Whit Williams fue miembro fundador de la banda surgida en los noventa, y en la actualidad encabeza ese proyecto bautizado como Daily Worker con el que ahora entrega “Field Holler”, publicado por el sello catalán No Aloha Records. Una obra en la que el norteamericano incide en sus habituales preferencias, latentes desde la época de los mencionados Cotton Mather y que, si bien no pretende ofertar sorpresas de ningún tipo, consigue a cambio llamar poderosamente la atención con sus pulidas cualidades.
Pop vintage con la vista puesta en The Beatles, The Kinks, Big Star, Captain Beefheart, The Byrds, The Beach Boys o Neil Young, al servicio de un decálogo (que el lanzamiento tenga el número tradicional de diez pistas no parece casualidad) de esos que desprenden buenas vibraciones y al que apetece regresar una vez que la aguja ha llegado al final de los surcos. “Field Holler” es una referencia en el que la melodía cuenta con especial protagonismo, con la leyenda hippie de Laurel Canyon entreverándose con el power-pop más cristalino y aquella escena sixtie de Reino Unido.
El resultado son composiciones luminosas del tipo de “Ghost Note”, el ramalazo piscodélico y místico deudor de George Harrison de “Gloryland”, “Sky Beyond The Sky”, o una “Born Again (Again)” que podrían haber firmado Cast (y refrenda que sería también un producto apto para amantes del Britpop y de ecos noventeros). También puntúa al alza la pieza que abre y da título al producto, “Broken Men” o “Long Slow Fade”, mientras que, por su parte, la majestuosa “Waterloo Sutra” ejerce como impecable ocaso del elepé y confirma el buen sabor de boca genérico del disco.
Casi cuarenta minutos que albergan no pocas gemas, modestas pero incuestionables, y que, si bien no voltearán la vida de nadie, a cambio la tornarán más agradable e incluso colorida durante ese breve espacio de tiempo. Un propósito consensuado en base a la indisimulada mirada al pasado del autor que, en plena conjunción con su buen olfato para construir canciones bonitas, deja a su paso un álbum de encantadoras texturas y efectos sanadores.
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