De repente, la voz de Daniel
Johnston se filtra por los axones de las neuronas más espabiladas del oyente.
¿Quién canta? Suena muy dulce. Quebradizo. Es Matthew T. Dillon, alma y voz de
Windmill, uno de los juguetes rotos salidos del Reino Unido en la última
década. En “Airsuit” apenas pone su voz sobre el piano, luego una segunda voz,
luego un chelo. Y esa simpleza ya sirve para despertar el lado más bello de
toda persona que se anime a escuchar su tercer álbum. Su voz suave y enfermiza
lo acerca a los compases del genio de las cassettes, o de otro artista frágil
más experimental, Ray Raposa (Castanets). Otros llegarán más allá y lo
emparentarán con Bowie. Y gracias a los retoques orquestales sintetizados y los
coros, a Arcade Fire. Suma y sigue. Lo mejor de Windmill es que no cansa. Y que
este puñado de canciones se pueden escuchar una y otra vez, como nanas para
pillar el sueño (“Shuttle”), o banda sonora de un viaje sideral sin cuenta
atrás ni Major Tom (“Ellen Save Our Energy”). Xilófonos, campanas y teclados
adornan diez temas que parecerán tristes, agresivos, también ensoñadores.
Dillon conoce todos los recovecos del ánimo, y en este tercer intento parece
que sí, que ahora ha llegado a la médula espinal de eso que se llama música.
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