Como una docena y pico de años, ¿no? Y treinta o así que llevan ellos pululando por ahí, me parece. ¿Que de qué hablo? Del tiempo, que pasa muy rápido. Igual no es muy educado empezar por ahí, pero, oye, que conste que, en el fondo, lo hago a modo celebratorio, porque, sí, treinta años después, seguimos disfrutando de Discípulos de Dionisos, y catorce años más tarde, por fin, nos regalan nuevas canciones.
Algunas, fugaces, otras, sagaces, todas empaquetadas, las dieciocho, en un disco que han titulado “¡Apolo debe morir!”, así, sin medias tintas, al cuello y con alevosía, que, en esta eterna lucha entre lo apolíneo y lo dionisíaco, no hay tregua y ya sabemos en qué bando están ellos. Sí, en el de Baco, defendiendo la trinchera bien armados con lo que sea, desde guitarras puntiagudas a baquetas arrojadizas, pasando por látigos azotadores o patinetes demoníacos, lo que se tercie.
Baco, precisamente, aparece al fondo en el cuadro que ilustra el disco, que se titula, te lo digo, que lo he buscado, “La juventud de Baco”. También he leído que lo pintó un tal William-Adolphe Bouguereau, al que no tengo ni tuve el gusto de conocer, porque esto lo pintó hace incluso muchos más años de los que han pasado desde que Discípulos sacara aquella histórica maqueta, ¿te acuerdas? El cuadro es bastante expresivo y sirve de pista para que no te asustes cuando escuches lo que va dentro: ahí va un desfile de gente beoda y alegre, niños y adultos, hombres y mujeres, hasta dos centauros dándole al pífano, que el único que parece sufrir es el pollino, que no puede más con el peso de Baco, por muy joven que sea, y dobla la cerviz. Si le das la vuelta a la carpeta del disco, ay ama, eso lo interpretas tú.
En serio: el nuevo disco de Discípulos de Dionisos se titula “¡Apolo debe morir!” Lo han sacado con Folc Records. Es el quinto en su cuenta. Fieles a su estilo y legado, no bajan el ritmo ni se alejan de los asuntos que siempre han discutido en sus canciones. Siguen dándole al punk-rock sin varices y con matices; siguen siendo perspicaces y picarescos.
Empieza el disco con un minuto de recitado que sirve de contexto histórico, con música de fondo de la época en cuestión, algún hit de Antigénidas de Tebas o algo así. Pero si sigues para adelante, luego arranca “Alijo” y ahí lo tienes, esto es lo que hay, ya no bajan la velocidad en ningún corte, ni tan siquiera en el otro recortado que te encuentras por el medio, “Uno rápido en el ascensor”. Siete segundos de tema interruptus que, además, ha servido para que volvamos a hablar de Napalm Death. El resto de la selección se mueve entre el minuto y medio y los tres. Punk-rock frenético con los ingredientes de siempre: mucha velocidad, coros, un rodillo neumático como base rítmica, punteos punzantes, melodías para poder vocalizar y tararear, y su habitual imaginario que te deja un regusto bruto, a medio camino entre la excitación insaciable y el consuelo instantáneo. A veces, se acercan al powerpop, o al punk-pop, no sé cómo llamarlo bien. Y otras se arriman al hardcore, casi al metal. Y tal y tal, porque qué más da. Siempre es mejor lo que queda ahí, en el medio. Igual que siempre es bueno el sentido del humor, tanto cuando dice algo como cuando dice más de lo que parece, que también ocurre aquí, porque son ácidos, en ocasiones, corrosivos, si quieren.
Y creo que con todo esto ya valdría, pero añadiré algo más para que se note que me he escuchado el disco de pé a pá, papá, porque él precisamente me enseñó a no ser un julai y aparentar que has hecho cuando no has hecho nada. He hecho. Además, qué ostias, se ha hecho con placer, y así cuesta menos contarlo, porque el tajo a la yugular de “Odio a los chavales”, con detalles contemporáneos, como el autotune de coña, o la coda bien cerrada, qué bien cierran estos tíos las canciones, en “Noche de amor y de M.D.M.A.” pues nos han hecho la labor fácil.
Esta última, de paso, me hace pensar que se han marcado aquí todo un estudio epicúreo del tema más universal, porque mira que no hablan del amor, pero del amor entendido en toda su complejidad, desde lo sucio hasta lo más sucio, del romanticismo bizarro a las distopías fetichistas, pasando por el sexo que lo acompaña o el onanismo instrumental. Así, hablan del amor que supera fronteras ideológicas en “Mi novia es fascista”, de “El lado oscuro del amor”, de bukake, squirtin’, la fascinación por la mujer de un médico alicantino, un robot sexual como el que salía en “Years & Years”, se marcan, en “Mirada indiscreta”, una versión del clásico de Hitchcock, pero con fetichismo cornudo y fuet a escondidas, además de sin final feliz, o consiguen que suene erótico y hasta apasionado que comas comida mejicana los martes o que puedas tocar una nueva guitarra eléctrica. Dicen caoba, pero parece que dicen otra cosa. Es más, mención especial por dedicarle una canción a Margaret Howe Lovatt y aquel delfín tan listo de nombre Peter, que consiguió sublimar las posibilidades del amor hasta el punto de que un proyecto secreto de la NASA acabara convertido en una canción de Discípulos de Dionisos. Y no se les acaba ahí la imaginación, porque a base de cuerdas que vibran más que el Satisfayer Pro 2, pasan de visita por el Bar La Oveja Degollada para el guiño cinematográfico a “Un hombre lobo americano en Londres” y terminan con un minuto y pico del mismo frenesí punkarra que habían derrochado ya a tope y sin remilgos por los diecisiete cortes anteriores para contar una historia breve sobre sancheskis satánicos.
Casi nada el periplo, tú. Ahora, que tarden lo que quieran, que sigan lo que les apetezca, que cuando lo hagan o mientras lo hagan, seguiremos bailando y celebrando detrás de los centauros del pífano, ¿no?
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