Podría caer en la tentación y decir que el grupo de Bradford Cox es el penúltimo de toda una estirpe, pero estaría incurriendo en la típica exageración en que solemos caer en estos últimos tiempos. Y aún así, creo que algo de eso hay: desde luego, me parecen un grupo anacrónico, de una era desaparecida en la que el pop tenía otro prestigio.
Lo que puedo asegurar sin temor a equivocarme es que Deerhunter han regresado con otra maravilla inclasificable, probablemente su disco más depurado y esencial. Su brillante respuesta a estos tiempos extraños en los que tantas certezas parecen colarse por el sumidero. Los de Atlanta van sobrados de misterio y ambición. Entroncan con aquellos grupos que dejaban al receptor parte del trabajo. Desde la portada con esa ilustración apocalíptica, y su enigmático título, no cabe duda de que Deerhunter son únicos, como una de esas especias raras y extraordinarias que tenemos la obligación de cuidar.
En su octavo disco, tres años largos después del magnífico "Fading Frontier", prescinden casi al completo de las guitarras, y cuando las usan, las meten directamente por la mesa. Las sustituyen viejos sintetizadores, intrincadas capas de marimbas, clavicordios, vientos. Este enfoque produce un sonido frío pero paradójicamente cálido, del futuro pero también deudor de los clásicos, vanguardista y a la vez accesible, con guiños a artistas de culto (la sombra de The Kinks asoma en 'Death in Midsummer'), y maravillas melódicas como la instrumental 'Greenpoint Gothic', con esos sintetizadores retrofuturistas que evocan a los primeros OMD; 'Futurism', 'Plains o What Happens To People?', cumbres de su producción más pop, o experimentos atmosféricos como 'Détournement. Nocturne', la exquisita, progresiva y dislocada pieza final, tampoco responde a la misteriosa pregunta que nos plantea el disco, pero la música de Deerhunter tiene todo lo que nos hace falta para hacer más llevadero este valle de lágrimas. Quizá es en sí misma la respuesta.
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