El debut en largo de caroline desafía y al mismo tiempo atrapa al oyente. Pregona un universo propio y vislumbra un porvenir más que sustancioso. Octeto radicado en Londres y rápidamente fichado por una Rough Trade que estaba bien al quite, propone una indefinible combinación de minimalismo clásico, folk desvencijado con olor a Apalaches y post rock de tercera generación. Hay veces que pueden recordar a los primeros Godspeed You! Black Emperor y otras a los últimos Black Country, New Road, pero ahí se acaban las similitudes con cualquier escena del otro lado del charco o con esa pléyade de músicos del sur londinense que les queda mucho más cerca y tanto ha revitalizado ciertos preceptos post punk (black midi, Squid).
Su alternancia entre calma y estrépito tiene poco que ver con la consabida técnica del yo-yo de los prebostes clásicos del rock después del rock. Es algo más complejo, aunque primando lo esencial: nadie diría que hay ocho personas detrás, quizá porque su núcleo lo forman el batería y chelista Jasper Llewellyn y los guitarristas Mike O’ Malley y Casper Hughes, el trío que fue cociendo a fuego lento este temario durante los últimos años hasta dar con los cinco compañeros que cuadraran la fórmula. Parece que ningún instrumento comparezca si no hay una razón poderosa.
Sus composiciones parecen salidas de otra dimensión. Se deshilachan para luego recomponerse. Emanan en cascadas de sonido que se prolongan más allá de los cinco o seis minutos. Transmiten un misterio cifrado en textos algo crípticos, desarrollos instrumentales que le deben algo (quizá mucho) a la improvisación, al sentido de la repetición y a una suerte de ascetismo de origen ignoto. Y prometen un mundo de posibilidades que en próximas entregas podría pulirse, aunque puede que su encanto radique en su desgarrada hechura y sea precisamente eso lo que les conviene preservar. Veremos.
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