Cuesta creer que La Maravillosa Orquesta del Alcohol todavía no hubiera actuado en Barcelona como grupo principal, en lugar de asumir ese rol de invitado por grupos foráneos como Dropkick Murphys o Frank Turner, pero así era. Y cómo me consta que la capital catalana es un lugar en el que David Ruiz y los suyos se sienten como en casa, había muchas ganas de encarar con energía este concierto en una sala tan agradecida para los músicos como un Bikini que, pese a presentar un buen aspecto, no rozaba el sold-out. Curioso a la vez que esperanzador, porque eso significa que la banda aún tienen mucho recorrido a la hora de ampliar el espectro de un público muy joven, que no parecía ni el habitual del folk-punk de los Murphys, ni tampoco el que acostumbra a presenciar actuaciones de bandas como Txarango o Oques Grasses, Aficionados que a priori pueden disfrutar muy bien de la música de los burgaleses, a las que saquen sus cabezas provistas de oídos del nicho catalán. Al fin y al cabo las propuestas basadas en la música popular de raíz, por mucho que se las pase por el tamiz del pop, tienen un punto de encuentro común en el que darse la mano. Claro que todo dependerá de que, además de lo medios especializados, se empiece a propagar el virus “maravilloso del alcohol” basado en un boca a boca que haga que su poder de convocatoria crezca. Algo de lo que los burgaleses están muy necesitados, si quieren mantener una estructura de nada menos que siete músicos sobre el escenario, tan complicada de mover a nivel económico. Veremos.
Pero vayamos sin más preámbulo a un concierto que no defraudó en absoluto las expectativas generadas, pero al que sí le faltó ese desmelene alcohólico que una banda de sus características debería proporcionar. De acuerdo que a cada nuevo disco que han editado la garra más roquera y en cierta medida frenética de su propuesta se ha ido domesticando, adquiriendo una estructura mucho más ligera en el que por momentos esa lírica basada en referencias algo añejas como Jack London, Baudelaire, Kerouac o incluso el mayo parisino del 68, se imponía por encima del espíritu más tabernero de la banda. Un suave colchón para todos los públicos que se acelera en directo, aunque personalmente saliera con la sensación de que no acababan de rematar la jugada, poner esa quinta marcha de aceleración orgiástica que provocara la locura, el pogo y el despelote colectivo de un público que, pese abandonar satisfechos la sala, igual es muy joven o inexperto para poder comparar este bolo con otros que sí dan ese plus de locura colectiva al que los burgaleses pueden y deberían llegar sin miedo. Solo hay que acudir a, por ejemplo, un concierto de Manu Chao para saber a qué me refiero. Y soy consciente que la comparación es injusta, pues el francés tiene los huevos pelados de tanto subirse a un escenario y La MODA, pese a su experiencia curtida en unas cuantas batallas, tiene mucho recorrido por delante. Eso no quita para que esta fiera apaciguada en el que se ha convertido su propuesta, empuje al grupo a una disyuntiva de difícil solución. ¿Me lanzo al vacío de lo áspero y rocoso en mi próximo álbum o continúo por la acomodada senda de una confortabilidad pop que domestica mi música para así llegar a más gente?. Un ecuación difícil de resolver, aunque yo sí tenga mi respuesta: A por ello sin cuartel y nunca, nunca, nunca, hagas prisioneros.
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