El Columpio Asesino

“Ahah…!”. Más de doscientas personas asentíamos con la cabeza, complacientes, ante cada verso áspero de ese single que, con casi tres años, no entiendo porque aún no es un himno nacional. Con unas letras que a menudo les acercan a Las Vulpess (“estás babeando, te sudan los dientes, eres una perra…”) y unas personales melodías que evocan cientos de referentes pero que, de tan propias que son, imponen un enorme respeto, El Columpio Asesino convirtió la noche en una fiesta de disfraces, sudor y Don Simón. Pocas veces se ve a una banda y a una audiencia manteniendo ese feedback tácito de manera tan emocionante. Tanto, que una incluso se sentía culpable de no saberse las letras para poder formar parte de aquella comunión lasciva. Cada canción de los navarros es un peculiar mundo cuya sensación en directo es similar a la de un parque donde cada atracción despierta sensaciones bien distintas. Así son capaces de sumergirte en un indie rock del gusto de los Pixies más enfermizos aunque con unos ensoñadores arreglos de teclado (“El regreso del evangelista”), envolverte con nanas hipnóticas de palmas y trompetas (“La perra del hortelano”), sorprenderte con ese rock juguetón tan propio de Silver Jews (“Pacífico”), azuzarte con un afterpunk tóxico y oscuro herencia de Derribos Arias que acaba casándose con 12Twelve (“La zorra”), y enamorarte con ese pop acumulativo que hace que te estalle la caja torácica (“Floto”). Ver un directo suyo debería ser poco menos que experiencia obligatoria para quien desee convertir en sangre la horchata que corre por sus venas y la quiera dejar en las cuchillas del sexteto navarro.