Hay festivales que empiezan cuando suena el primer acorde en el escenario. El Sinsal SON Estrella Galicia, en cambio, arranca mucho antes: cuando el barco zarpa del puerto de Vigo y se adentra en la ría para poner rumbo a la Isla de San Simón. En ese tramo de mar, con la brisa en la cara y la expectación en la piel, se empieza a amortizar la entrada del festival. El público habla en voz baja, repasa apuestas sobre quién tocará este año, porque nadie —ni siquiera los más fieles— conoce el cartel hasta poner un pie en la isla. Es parte del ritual. Parte de la confianza ciega que este evento, único, lleva más de dos décadas cultivando. Llegar a San Simón es como entrar en otra escala temporal. Los árboles altísimos, las ruinas que cuentan historias de lazaretos y cárceles, la memoria marinera que sobrevive entre piedra y viento. Aquí no hay macro escenarios ni pantallas gigantes. Solo ochocientas personas por día, lo que permite moverse con calma, sentarse en la hierba sin empujones y escuchar la música sin más distracción que el latido del mar. Un microfestival en el sentido más literal y lujoso de la palabra: pequeño en tamaño, pero enorme en cuidado y significado.
El Sinsal SON Estrella Galicia no necesita cabezas de cartel para agotar entradas. Lo hace cada año sin anunciar un solo nombre. Su prestigio se basa en la curaduría: saber que quienes programan van a ofrecer descubrimientos, giros inesperados, músicas que difícilmente llegarían de otra forma a Galicia. En 2025, doce de los proyectos presentados era la primera vez que pisaban nuestro país. Un auténtico festín para melómanos gourmet que buscan delicatessen sonoras más allá del menú habitual de los festivales masivos. Este año las coordenadas volvieron a ser globales: Europa, África, Asia y América se mezclaron en una programación donde la diversidad no es solo estilística, sino también cultural y política. Propuestas lideradas por mujeres, voces queer, proyectos que beben del folclore y lo reinventan, artistas que llevan el activismo al escenario. Un festival que, más que sumar nombres, dibuja sinergias entre el público y el evento.
La programación de este año podría dividirse en dos grandes energías. Por un lado, las propuestas íntimas y contemplativas, perfectas para el entorno respetuoso de la isla. El viernes iniciaba el evento Azulceleste (Galicia) que trajo un folk etéreo con ecos de Bon Iver y Sufjan Stevens, melodías que parecían flotar entre los árboles, mientras el sol de mediodía arrastraba al público hacia lugares con sombra. Justo a continuación Cocanha (Francia) presentaba un neofolklore reivindicativo enraizado en la región Occitania. El sábado estas sinergias vinieron representadas por Dasom Baek (Corea del Sur), una virtuosa de los instrumentos de viento artesanales pertenecientes a la tradición asiática. El domingo pudimos disfrutar de Rocío Guzman (Andalucía), y cómo su relación con la producción electrónica hibrida perfectamente con el flamenco y sus ramificaciones. O, posteriormente, Bitoi (Suecia), un cuarteto que hace gala de una proyección vocal inusitada cuya búsqueda por bellos paisajes sonoros desafía todas las etiquetas que intenten adjudicársele. Todas ellas se convirtieron en experiencias introspectivas que bebían directamente de un folclore contenido o de un trabajo de experimentación cautivador.
En el extremo opuesto, a la vez que coherente, las propuestas más enérgicas y de baile hicieron vibrar la isla según nos íbamos acercando al atardecer. El viernes se presentaban WaqWaq Kingdom (Japón), un dúo que fusiona mitología sintoísta con dancehall y estética de videojuego retro, y Fidju Kitxora (Cabo Verde – Portugal), representante de una nueva Lisboa afrohouse que mezcla grabaciones de campo y ritmos tribales. El sábado la euforia subía de intensidad con Throes + The Shine (Angola – Portugal) y su kuduro incendiario, Ammar 808 (Túnez) uniendo sufismo y beats digitales en una especie de rave mestiza, y Guedra Guedra (Marruecos) agitando la pista con poliritmos norteafricanos que parten de la tradición para llegar al club. El domingo cerraban la programación Arsenal Mikebe (Uganda) con su percusión adrenalínica, transformando el escenario en un organismo latiente; y Asmâa Hamzaoui & Bnat Timbouktou (Marruecos), una formación femenina gnawa que convirtió la despedida en ritual comunitario, con el público bailando descalzo sobre la hierba.
Entre ambos extremos se situaron proyectos híbridos, que transitaron de la introspección a la celebración con naturalidad en los escenarios San Simón y Buxos FEST Galicia. El viernes apareció Ali (Indonesia), una propuesta de psicodelia cálida que mezcla rock-soul setentero y afrobeat en clave vintage, abriendo el festival a paisajes sonoros inesperados; e Ivo Dimchev (Bulgaria), performer queer que combina romanticismo melancólico y energía ballroom en un directo tan provocador como magnético. El sábado esta categoría la encarnaron dos nombres sobresalientes: por un lado, Good Sad Happy Bad (Reino Unido), liderados por Mica Levi, con un kraut rock melancólico que basculaba entre la improvisación y la poesía; y por otro Chicharrón (Galicia), cuyo pop costumbrista une dulzura y resistencia, una propuesta deliciosa de escuchar en directo. Ya el domingo brillaron dos de los nombres que más conversación generaron en esta edición: Uche Yara (Austria) (en la foto), que canaliza la energía del rock noventero y la combina con matices contemporáneos para crear un directo vibrante; y Fin del Mundo (Argentina), cuyas guitarras post‑rock y texturas shoegaze dialogan con el pop‑rock argentino más melódico, construyendo paisajes cargados de intensidad y épica.
Actuaciones, todas ellas, que funcionaron como puente emocional dentro del cartel: transiciones que preparaban el oído para pasar de la contemplación a la euforia sin perder la coherencia narrativa del festival. Si los macrofestivales funcionan como buffets libres —abundancia, repetición, nombres familiares—, el Sinsal SON Estrella Galicia es justo lo opuesto: un menú degustación pensado para sorprender a cada bocado. No hay dos ediciones iguales. No hay canciones cantadas a coro por miles de personas porque, a menudo, los artistas son descubiertos en ese preciso (y precioso) momento. Y eso, lejos de ser un problema, se convierte en su mayor atractivo: la maravillosa sensación de acudir a ciegas y salir con la sensación de haber vivido algo único.
El público sabe a lo que va: melómanos de circuitos alternativos, gente dispuesta a escuchar sin prejuicios, a bailar ritmos desconocidos o a dejarse llevar por lenguas que nunca había oído. Un público que busca experiencia y no producto. Que asume que el valor está en el viaje, no en la foto. Otra de las singularidades del evento es su compromiso con el entorno y con la memoria. La isla de San Simón no es un solar cualquiera: fue lazareto, campo de concentración franquista, espacio de olvido. El festival convive con esa carga histórica y la integra en actividades paralelas: visitas guiadas, rutas sonoras, talleres intergeneracionales. También en el plano ambiental: aforo reducido, economía circular, gastronomía de proximidad (este año con la cocina de Airas Moniz y Porto Muíños, por ejemplo).
En el panorama gallego, en donde los macrofestivales multiplican cifras y patrocinadores, el Sinsal SON Estrella Galicia es una alternativa cultural que apuesta por la calidad frente a la cantidad, por el descubrimiento frente a la moda, por la comunidad frente a la masificación. Es un festival que no se mide en números sino en experiencias. Cuando cae la última nota y el barco vuelve a tierra firme, queda esa sensación de haber asistido a algo que no se repetirá ¿Es el mejor microfestival del país? Puede que sí. O, al menos, uno de los pocos que se atreve a poner la importancia cultural por delante de los intereses mercantilísticos. Cada mes de julio, San Simón vuelve a transformarse en isla de música libre. Y cada julio, quien fue tan afortunado de pasar por allí, sabe que no hay otro lugar semejante.

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