La música volvió a sonar un año más gracias al Osa do Mar, reafirmando a Burela como punto imprescindible en el mapa cultural. Tres días donde los asistentes llegaron de varios rincones de España, algunos sin mapa ni certezas, y sin ni siquiera importar quien vaya a subirse al escenario. No como menosprecio a la música, sino como consecuencia directa de quien la ama por encima de todas las cosas. La mayoría acude sabiendo que el Osa do Mar es un lugar donde podrán descubrir a su nuevo artista favorito, ese que emerge por primera vez con la fuerza de lo inesperado.
Pero también donde esos nombres que pueden resultan más familiares brillan como viejos faros que lo guían todo. Y es que el cartel del festival burelense sigue manteniéndose fiel a la filosofía de aquellas primeras ediciones acontecidas en la playa de la Marosa, al tiempo de afrontar con valentía un paso más. Este año volvió a entrelazar lo consolidado con la sabia nueva, confirmando que es un evento que va más allá de una simple programación: es un escaparate vivo, imprescindible y en constante movimiento.
La primera jornada se abrió con Querido, refugio sonoro de Andrés Ferreiro sobre el escenario. La banda tejió un concierto sobrio y preciso, de una elegancia contenida, como si buscase recordar al público que todavía quedan proyectos que respiran a contracorriente. Esa calma se rompió con el estallido lírico que provocaron las catalanas Las Ninyas del Corro. El dúo, que debería ser reconocido plenamente en los altares del tiempo, desplegó una actuación impecable, de una fuerza vocal casi sobrehumana y tendiendo un puente de cercanía con el público para arrastrarlo a su universo. Este coincidió: habían visto un auténtico torbellino.
Desde Muros llegó 9Louro. El cantante aún está estrenando sus alas, pero sobre el escenario vuela con la seguridad de quien lo lleva haciendo años. Su presencia destila firmeza, convirtiendo cada gesto en toda una declaración y dejando claro que, en poco tiempo, ha sabido tejer un lugar desde el que lo urbano puede crecer sin límites. El público respondió. Su eco aún flotaba en el aire, pero Baiuca irrumpió para levantar su habitual vendaval de electrónica y tradición, un ritual colectivo con el que hizo danzar al público. Es probable que para muchos sus capacidades no fueran ya una sorpresa, pero todos llegan al final de sus actuaciones sabiendo que han vuelto a vivir otra actuación para el recuerdo.
El rumbo musical volvió a dar un giro radical con Repion. El power trío formado por las hermanas Iñesta e Iris Banegas desplegó una energía feroz pero elegante; una fuerza que habla por sí sola. Precisas, compactas y con mucha química. Una puesta en escena donde destacó el baile de posiciones, que sin duda reclama escenarios mayores y toda la atención del público. Y si ellas lo están reclamando, otros han hecho méritos más que suficientes para tenerla son Mujeres, que volvieron a pisar Burela y dejaron claro que el tiempo modela, pero también fortalece. Fue un concierto enérgico, con el público desplegando su arsenal de pogos y con el grupo consolidándose como nombre importante para la historia del festival.
El telón de este primer día lo bajaron Galician Army, quienes ya conocían Burela pero únicamente como invitados. En esta ocasión llegaron armados con su propia electrónica y la relectura de temas conocidos. Un combo perfecto que llenó el recinto de baile, gracias a unos irreductibles asistentes que resistían ávidos de fiesta. Fue el cierre de la jornada, pero no una despedida, pues en pocas horas los distintos altavoces volverían a escupir música.
El sábado empezó bien temprano gracias a la Sesión Bearmú y la presencia del primero de los grupos: Carabela. El público fue despertando y llenando el recinto al ritmo de los pasajes íntimos y las ráfagas contundentes que el grupo lanzaba desde el escenario. Tras ellos llegó la tradición más pura con Ledicia, tendiendo un puente invisible para lo que estaba por venir. Ortiga salió y la algarabía estalló. Fue uno de los mediodías más concurridos del festival, con la sensación de estar viviendo algo increíble al unirse en torno al baile jóvenes y veteranos. No en vano, la suya es una propuesta que ha sabido combinar la orquesta más pura con el pulso moderno, dejando claro que ambas patas musicales pueden danzar en perfecta armonía.
La tarde llevó la música hasta el corazón del puerto, con la ya mítica actuación sobre el barco museo. Un escenario al que primeramente se subieron Tomás Portero y Yoly Saa, invocando ambos intimidad e identidad y provocando que las emociones navegasen entre las maderas de las embarcaciones y el aire salino del Cantábrico. Y ante esa tranquilidad, llegaron Sanguijuelas del Guadiana. El grupo se agigantó en el poco espacio que tenían, gracias a su buen saber y también a un público que llenó la ensenada y no paró de saltar, bailar y corear unas canciones extremeñas que hablan de todos. El grupo llenará La Riviera en unos meses, pero quienes estuvieron en esta actuación podrán alardear de haber presenciado un destello irrepetible, de esos recuerdos que flotan en la memoria como un mito contado en voz baja.
Marlena devolvieron el puso al escenario principal. Lo suyo es la misma demostración de lo que es crecer sobre las tablas, y ofrecieron, en este Osa do Mar, una de sus actuaciones más robustas y pulidas. Gracias, sobre todo, a un ramillete de himnos que no paran de calar entre un público cada vez más numeroso. Tras ellas, Pipiolas sortearon con temple unos pequeños problemas de sonido conquistando a sus más fieles seguidores. Pero todo volvió a explotar con la llegada de Siloé. Los vallisoletanos están en su mejor momento y, gusten o no, es innegable que sobre el escenario ofrecen uno de los directos más potentes del momento.
Pero si increíble fue su actuación, más lo fue la de Barry B (en la foto). El cantante llenó de energía un segundo escenario que se le quedó pequeño, con esa mezcla perfecta entre rock y urbano con la que consigue encandilar a ambos públicos. Está en estado de gracia y no será raro verle crecer a un ritmo imparable. Tras él llegaron los asturianos Puño Dragón, quienes dejaron claro que están llamando con todas sus fuerzas a las puertas de la industria. En su corta discografía cuentan ya con varios himnos que, escuchados en directo, hacen del grupo algo irresistible. Actuaron pasadas la una y media, pero podrían haber sido más protagonistas.
El segundo día lo cerraron los habituales Grande Osso, con su siempre divertido set al que añadieron enormes osos hinchables entre los que se escondían sus amigos más cercanos. Un broche que recordó que el Osa do Mar no es solo música, sino también amistad compartida. Y aún quedaba una pequeña bala final: el Cantiños del domingo, homenaje a las nuevas generaciones, dejando claro que el futuro de la música local está más que asegurado.
Y así se llegó al final. La música volvió a dejar su huella en Burela: efímera, intensa y compartida. En el aire quedó la sensación de estar en el lugar correcto y en el momento justo, ese donde cada nota se convierte en recuerdo y cada aplauso en un hilo que une a todos los presentes. Porque lo que perdura no es solo la melodía, no son solo los nombres de quienes actúan, sino también esa energía compartida. A día de hoy todavía resuenan los últimos ecos de tres días intensos, pero también se pueden empezar a palpar las ganas de quienes miran ya con impaciencia a esa próxima edición 2026 que está a la vuelta de la esquina.

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