Un pequeño mundo

Debut en el largometraje de la cortometrajista belga Laura Wandel, "Un pequeño mundo" ha irrumpido en el panorama cinematográfico europeo con fuerza desde su estreno en el Festival de Cannes debido a su visión sin paliativos de la infancia y del sistema educativo (belga). Como si al rigor formal del cine social de los hermanos Dardenne se le sumara la mirada áspera de Michael Haneke.

La decisión de estilo de Wandel es tan sencilla como eficaz, tan opresiva como ajustada a contenido. La cámara de la directora no abandona a su protagonista, una niña de siete años en sus primeros días escolares, encuadrada mayoritariamente en plano medio. Por los márgenes, por los resquicios del encuadre, se cuelan los cuerpos que la rodean, así como sonidos e imágenes de lo que ve y que conforman el mundo pequeño, sesgado y frágil de la protagonista, siempre enfocada, en contraste con las figuras borrosas del entorno cuando el plano es conjunto. También sus pensamientos aparecen diáfanos aunque no los sepa expresar: las tensiones prematuras de las que es víctima, las contradictorias emociones que la invaden respecto a sus amigas y, sobre todo, en relación con su hermano, pocos años mayor que ella y ora víctima ora verdugo.

"El pequeño mundo" que la película retrata es despiadado. Apenas hay escenas en clase; los espacios preferidos son los pasillos, el comedor, y, sobre todo, el patio –el título internacional del film es “Playground”–, lugares de libertad donde el control adulto es limitado –el profesorado, a menudo desbordado y corto de miras– y donde la incipiente bestia interna de los monstruos del mañana se manifiesta altivamente y sin ambages. En esta visión implacable y tremenda, surgen las dudas: ¿Es posible tal grado de crueldad infantil?, ¿es un problema específico de Bélgica? o ¿es la directora víctima de un ataque de sensacionalismo? Es el único lastre de una película, por lo general, muy medida: en sus escenas finales, uno tiene la sensación de que se le ha ido la mano.