Quién lo impide
Cine - SeriesJonás Trueba

Quién lo impide

9 / 10
Daniel Grandes — 23-12-2021
Empresa — Los Ilusos Films
Fotografía — Cartel de la película

Es complicado salir de “Quién lo impide”, lo nuevo de Jonás Trueba (“La virgen de agosto”, “La reconquista”), sin tener la sensación de haber experimentado una excepción, una rara avis dentro un circuito de exhibición nacional que este año, paradójicamente, parece haber apostado por ellas. Lo excepcional de esta propuesta va mucho más allá de su extensa duración de casi cuatro horas, reclamo e inconveniente a partes iguales, que parecía invocar para muchos el componente del desafío cinéfilo en el que podríamos denominar el efecto “vi ‘Sátántangó’ de Béla Tarr del tirón”. Pero eso es lo de menos, por mucho que considero que no está de más confirmarte a ti, lector interesado en adentrarte en esta relectura cinematográfica del mítico tema de Rafael Berrio, que los minutos se vuelven vaporosos, completamente ausentes de carga, cuando uno se enfrenta al último experimento de Trueba. Porque “Quién lo impide” no es más que un monumento sobre el tiempo o, más bien dicho, el testimonio audiovisual de la construcción del mismo.

Y es que Trueba se desentiende tanto de la ficción como del documental –ni en la idea ni en la cosa– en el momento en el que los focos se ciñen sobre los personajes antes incluso de que estos se enciendan. Lo que se inmortaliza aquí es el proceso de ideación del relato adolescente ideal siendo consciente de que ese es, de una forma borgianamente paradójica, el relato adolescente ideal (la película perfecta es aquella que nace justo antes de que la cámara se encienda). Es decir, de forma brillante se detecta que la mejor manera de reivindicar la mirada joven no es coreografiar un simulacro de la misma en el terreno de lo ficticio, sino filmar cómo la propia mirada joven se articula; cómo desea, cómo sufre y, sobre todo, cómo se transforma. El actor subordina a su personaje dentro del fotograma, siendo a veces difícil distinguirlos, para poner siempre en primer plano la voluntad adolescente de que esta ficción sea, por fin, representativa de aquello que los jóvenes son (o eran).

De hecho hay parte de la grandeza de “Quién lo impide” que brota del propio sinsentido de su propósito. La película se va dando cuenta poco a poco, conforme el tiempo pasa y los protagonista crecen, de la imposibilidad de cristalizar las necesidades de una generación que es, por definición y necesidad, efímera y cuya ideología metamorfosea vertiginosamente, por mucho que a veces no seamos conscientes de ello. Son entrañables esos momentos en los que, ya no sólo el espectador es capaz de comprobar cómo los discursos se moldean con el paso de los años, sino que son los propios protagonistas quienes reaccionan diegéticamente a ellos, siendo capaces de corregirse a sí mismos, abrazando la contradicción como característica fundamental de nuestras historias. Hablar de la juventud es, para Trueba, hablar de aquello imposible de atrapar. Como decía antes, el tiempo adolescente es vaporoso, confuso pero, por lo tanto, mágico (casi onírico) de alguna forma.

Por eso es tan valioso este monumento fílmico que, imitando la esencia de las mastodónticas pirámides egipcias, aspira al fáustico ejercicio de la inmortalidad de lo pasajero o, simplemente, a la eterna juventud (“yo soy adolescente todavía”, declara el director). Y es que dejando de lado lo admirable de la propuesta de Trueba, la película alcanza su esencia, ese momento de incalculable fotogenia, cuando la pantalla de cine se convierte de la nada en un espejo proustiano. El pasado de los protagonistas nos remite, desde sus gestos y detalles, al nuestro propio con una potencia y efectividad que estas palabras no pueden llegar a describir en una crítica (la famosa magia del cine, dirían algunos). No sé hasta qué punto el cineasta era consciente de que retratar la adolescencia era regalar al público un reencuentro con una faceta de nosotros mismos que, debido a su ansia de superar lo infantil y alcanzar cuanto antes lo adulto, parecía yacer ya en el limbo del olvido. El yo adolescente es un yo a la deriva, un yo que transiciona de un antes a un después. Por eso el verme en la pantalla y, en un ejercicio de plano/contraplano, verme a la vez en la butaca me produce irremediablemente una sonrisa. Lo que hemos sido y lo que somos en diálogo, como en el mejor de los cines.

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