Después de fijarse en un altivo premio Nobel de literatura en “El ciudadano ilustre”, centrarse en un pintor fraudulento en “El artista” y explorar las diferencias de clase de los protagonistas de “El hombre de al lado” a partir del entorno arquitectónico, los argentinos Mariano Cohn y Gustavo Duprat siguen con su desmitificadora ronda artística y se adentran ahora en el mundo del cine, y, en especial, en el de los actores. (El hermanamiento de estos filmes y sus personajes se ejemplifica en la repetición aquí de un gag ya existente en “El hombre de al lado”).
“Competencia oficial” es una sátira en la que se caricaturiza principalmente el ego, multiforme, de los divos de la interpretación, pero también dispara sus flechas contra los productores oportunistas, los directores con ínfulas y el artificio general del mundillo. A través de los ensayos de un nuevo proyecto cinematográfico, nacido del ego de un empresario farmacéutico octogenario que quiere pasar a la historia, se presentan dos modelos de intérpretes que van a ser desmenuzados por los cineastas desde un punto de vista irónico, jocoso y, a veces, ridiculizador. El enfrentamiento entre un actor riguroso que hace bandera (clasista) de su austeridad, encarnado por Oscar Martínez en una extensión de su premiado papel en “El ciudadano ilustre”, y otro más espontáneo, limitado y entregado al público (un gracioso Antonio Banderas) tiene ecos de uno de los grandes duelos lúdicos del cine entre personajes-actores, “La huella”, el clásico de Mankiewicz.
Este toma y daca está arbitrado en pantalla por una directora cuyos métodos de ensayo sacan a relucir los miedos y debilidades de los protagonistas. Pese al eficiente trabajo de Penélope Cruz, su personaje es el que peor perfilado está por parte de un guion cuyo mecanismo principal es la sucesión tan divertida como autocomplaciente de golpes entre Banderas y Fernández hasta un final que, como el de los filmes precedentes, se cierra con un giro criminal resultón.

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