CONFESIONES
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David Luquero — 27-05-1999
Fotografía — Archivo

JOY DIVISION

Cuando se habla de Joy Division es usual incurrir en el panegírico de la figura de Ian Curtis, en lo referente a su infidelidad, en su trágico suicidio y la importancia de este hecho por la anterior proyección comercial del grupo (no olvidemos que Tony Wilson, el fundador del sello indie Factory, donde se editaron los discos de JD, llegó a declarar años después: «La muerte vende». Pero una cosa es clara: aparte de todos esos datos sobre la historia de un grupo, está el legado musical que dejaron. Eso, verdaderamente, sí tiene importancia. Lo difícil es separar el legado de un artista de su trayectoria vital, pues ambos están íntimamente relacionados, y sobre todo si se trata de una obra de una intensidad y honestidad tal como la que desprende la música de JD. Su sonido era nuevo, único, originalísimo y en perpetua evolución, como lo atestigua su recomendable recopilatorio póstumo «Substance» (86), que recoge caras B, temas inéditos y alguna remezcla desde los comienzos del grupo como Warsaw, allá por 1977, practicando ese punk de filtración siniestra bastante rudo y ruidoso, tan en boga por aquel entonces, hasta el refinamiento sublime alcanzado en 1980, donde toda la rebaba ruidosa y el ímpetu punk han madurado, transmutándose en sensata delicadeza no exenta de enorme emotividad. «Komakino» y el archiconocido «Love Will Tear Us Apart» son mis temas favoritos de esta etapa final. Supieron, en cuatro años, desarrollar, con ayuda de su productor Martin Hannet, una forma de expresión propia tan efectiva y novedosa que me parece que aún hoy sus temas suenan frescos. Tal vez lo más sorprendente sea cómo suenan las guitarras de Bernard Albretch, cómo da la sensación de que, en sus rasgueos, toda la armonía de las cuerdas se transforma en texturas. Esto, sobre todo, es notable en el aclamado Lp póstumo «Closer» (80). Un disco eléctrico que recoge un par de temas de una ferocidad casi industrial («Colony», «Atrocity Exhibition»), donde la guitarra de Barney es un puro caos áspero, denso, masticable y arrollador, en parte preludiando el noise de grupos como My Bloody Valentine, el caos hiriente de Lagartija Nick en sus dos primeros Lp’s con Sony, la rabia de Girls Vs Boys… En otra faceta quedan los temas más relajados, sorprendentemente austeros, como «A Means To An End» o «The Eternal», de una emotividad sobrecogedora, con una hermosísima línea de piano. Éste mismo recurso a la textura y al ruido está también presente en «Still» (81), que tal vez contenga los temas más crudos de JD, además de recoger varios temas en directo de sonido infame. Parece que su música fuera como la pintura expresionista en forma y fondo, con colores fortísimos, formas violentadas e inquietantes, trazos gruesos como los de Van Gogh, revelando un ánimo inquieto hasta lo terrible, una sensibilidad extrema hasta lo insoportable. Pocos grupos son tan admirados por músicos y fans de todo género. Pocos han legado tanto. Ninguno, en fin, me ha emocionado tanto.

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