CANTAUTORES CREPUSCULARES
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CANTAUTORES CREPUSCULARES

David Broc — 06-09-1999
Fotografía — Archivo

ELLOS CANTAN SOLOS...

LAS VOCES DEL CREPÚSCULO

No es una comparación ajustada, ni mucho menos, pero en ella prevalece la idea de que, tras un lapso de tiempo preñado de pullas, achaques y sátiras, los noventa han vuelto a ser una década propicia para este tipo de artistas. Tan sólo hay que echar un vistazo al éxito comercial de personajes como Beck, Ani Difranco o Ben Harper, o al estatus de respeto y admiración que la crítica brinda a nombres como los de Beth Orton, Mark Eitzel, Will Oldham o Kristin Hersh, para darse cuenta del espléndido momento que se vive por estas latitudes sonoras.
Todos ellos conjugan un nutrido grupo de referencias que, pese a militar en un partido esti-lístico más o menos agrupa-dor, se caracterizan por albergar interesantes contrastes y matices entre ellos. Ni Beck se parece a Jeff Buckley, ni Edith Frost comulga con Sheryl Crow, ni ninguno de nosotros se puede imaginar a Bill Callahan hablando con Ben Harper. Con ellos sale a flote la idea de que cuando hablamos de todos los aquí presentes, más que hacerlo de música, lo estamos haciendo de actitud, de pequeñas historias y, sobre todo, de emociones. Porque, a mi modo de entender, ése parece ser el único nexo de unión entre ellos. Sí, el único, pero el más importante y necesario. Sin duda alguna, nuestros atardeceres ya les pertenecen.


ELLAS, SIEMPRE ELLAS

Habituados ya a vernos superados en todo por las mujeres, los hombres hemos tenido que esperar a que también fueran ellas, cómo no, las que encendieran la mecha comercial. Porque, a decir verdad, ellas fueron las que empezaron a armar este pequeño revuelo. El repentino éxito de las Alanis Morissette, Tori Amos, Sheryl Crow, Jewell y, también, el de la menos interesante Joan Osborne, fue lo que propició una explosión que tenía la mirada puesta en Janis Ian, Joni Mitchell o Patti Smith. Su más que discutible calidad musical (tan sólo Tori Amos y, si me apuran, Jewell subirían la media entre tanto desatino, entre tanta apología AOR) no fue obstáculo para crear un boom, casi una moda, que, como hemos visto, ha tenido efectos positivos. Tras ellas, aunque grabara antes incluso, le tocó el turno a Ani Difranco. Muchos años ejerciendo en una independiente sirvieron para forjar una carrera que, en ningún momento, ha permitido la injerencia del mainstream y los mass media. Actitud militante y un discurso musical apreciable han llevado a la Difranco a ocupar uno de los tronos del reinado femenino. Y es en la independencia donde encontramos los mayores talentos: el clasicismo folk de Kristin Hersh o Cheralee Dillon, la tristeza neo-folk de Edith Frost, la filiación indie de Lois, el agridulce pero accesible country-rock de Shannon Wright, el surrealismo de Cindy Dall, la profunda amargura de Chan Marshall (Cat Power) o el eclecticismo con tintes electrónicos de Beth Orton pueden dar buena fe de ello. Como siempre, a sus pies.


LOS HOMBRES TAMBIÉN LLORAN

Si hablamos de hombres, la lista parece no acabarse nunca. Aunque bien es cierto que, entre el grupo masculino, los precedentes gozan de mayor carga referencial que en el caso de las féminas. El clasicismo folk de Tim Buckley, Syd Barrett o Tim Hardin, el folk-rock de Neil Young o Gram Parsons, el agro-blues de Tom Waits, la oscuridad de Nick Cave, el poético existencialismo de Leonard Cohen, el pop politizado de Billy Bragg o los arrebatos comerciales de Bob Dylan, Elliott Murphy y Bruce Springsteen son puntas de lanza con demasiado peso específico como para ser tomadas a la ligera. A estos nombres cabría añadir, cómo no, los de Nick Drake y Scott Walker: hoy en día, ambos constituyen, a su manera, las dos alusiones más directas que la modernidad está haciendo al pasado.
Pero las puestas de sol de los noventa también tienen amos propios, faltaría más. No es cuestión de atribuir un reinado a nadie, ni de señalar a un sólo nombre como principal culpable de este mini-estallido. Pero, sin duda alguna, son Mark Eitzel, el ex-líder de American Music Club, Mark Kozelek, alma matter de Red House Painters, y Beck los pilares por los que se sustenta el género. Los tres, sembrando un camino personal y muy influyente, han dejado de ser importantes para convertirse en necesarios, casi definitivos; absolutamente inalcanzables. Cerca de ellos andan leyendas ya extintas como Jeff Buckley y leyendas aún vivas como Vic Chesnutt, Chris Cornell (ya solo, sin Soundgarden), Mark Lanegan (ex-cantante de Screaming Trees) y un renacido Elliott Smith, quien, merced a la banda sonora de la película «El Indomable Will Hunting» ha gozado de un éxito inesperado. Pero han sido las jóvenes generaciones las que han contribuido a crear el regeneracionismo que tanto se anhelaba. Verbigracia: Ben Harper (atentos a la entrevista), con su tendencia a escaparse hacia el rock; Ben Lee, antes en Noise Addict y ahora en solitario, apadrinando un discurso cercano al pop; Mark Linkous, líder de Sparklehorse, un músico bañado en tristeza folk-pop; David Berman, cuerpo y alma de Silver Jews, y su reinvención del indie-rock bañado en pedradas country; o Geoff Farina, vocalista del grupo Karate y miembro de Secret Stars, quien en solitario lanza agradables tratados emo-folk. Nombres, en definitiva, para dar y vender. Aún así, hay más. Otra humilde revolución comandada por Will Oldham ha conseguido afectar al country más ortodoxo. Oldham y sus múltiples pseudónimos (Palace Brothers, Palace Music, Palace Songs, Bonnie ´Prince´ Billy) encabezaron la revuelta del séquito de artistas más torturados y desolados del momento. Oldham, Bill Callahan (portavoz de Smog, quien empezó abrazando pentagramas pop para acabar asaltando la acústica), Jason Molina (Songs: Ohia), Rick Alverson (Drunk), Kurt Wagner (guía de los extraordinarios Lambchop) o Jeff Martin (suyo es el proyecto Idaho) han arruinado nuestras tardes de otoño e invierno con sus peronales tratados, marcados todos ellos por una desnudez emocional desarmante. Se queda algún nombre en el tintero, sí, pero con todos ellos, la depresión ya es un hecho.


EUROPA: LÁGRIMAS ASISTIDAS

El viejo continente no acaba de encontrar el camino. Es un mapa, el europeo, en que, salvo honrosas excepciones, el etiquetaje de cantautor sólo alberga connotaciones negativas. Porque aquí, en España, en Francia, en Inglaterra, el término sigue siendo una fuente inagotable de desprestigio. En un país en que Pedro Guerra, Javier Álvarez o Tonxu son los abanderados del género –nada que ver con las aventuras en solitario de gente como Corcobado, Anton Reixa, Víctor Coyote o Antonio Luque-, hay poco que hacer. Tan sólo los entrañables Xavier Baró y Paul Fúster (artículo sobre el último a cargo de Borja Duño a su disposición) han conseguido despertar una llama que, a mi modo de entender, restará apagada por mucho tiempo. Mejor suerte corre el país vecino, que no amigo. Claro, ellos tuvieron a Jacques Brel y Françoise Hardy; nosotros no. El empuje del siempre acertado sello Lithium ha catapultado la existencia de un circuito alternativo de gran valor cualitativo. Dominique A, Françoise Breutz, Yann Tiersen, Bertrand Betsch, Delaney, Jérôme Minière o Emma configuran una plantilla renovadora, arriesgada, vanguardista; una alineación de lujo que augura un gran mañana. Inglaterra, por su parte, no es un país propicio a este tipo de personajes. Aunque, curiosamente, Nick Drake, uno de los grandes, nació allí. Otra excepción: hoy por hoy, no hay discusión, Chris Hooson y sus Dakota Suite dibujan la mejor expresión con dicción inglesa de lo que, a mi juicio, debe ser la música crepuscular de fin de siglo. Un hito, en resumen, que abre nuevos caminos y corta viejas venas.

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