Planetarium
Discos / Sufjan Stevens/Nico Muhly/Bryce Dessner/James Mcalister

Planetarium

7 / 10
Jose Carlos Peña — 13-07-2017
Empresa — 4AD/Popstock!
Género — Pop

Cada mes se publican docenas de discos. Pero pocos tan especiales y ambiciosos como éste. “Planetarium” nace de un encargo que la sala de conciertos Muziekgebouw Eindhoven (Holanda) le hizo hace cuatro años al compositor norteamericano afincado en Nueva York Nico Muhly. Que a su vez, pensó en sus amigos Bryce Dessner (el inquieto guitarrista de los ídolos del pop épico The National) y el reputado cantautor Sufjan Stevens, como colaboradores para enriquecer las composiciones. El proyecto fue cogiendo peso y mutando, según el universo seguía expandiéndose, como dice Stevens con un punto de humor. Y el percusionista de Stevens, James McAlister, fue enrolado para hacerse cargo de los ritmos y la electrónica.

Un encargo que iba a mirar abiertamente al espacio exterior (la Vía Láctea, nuestra galaxia, era la inspiración), ha acabado siendo espejo existencial de la contradictoria condición humana a través de las brillantes letras introspectivas de Stevens, de una oscuridad críptica con alusiones astronómicas, mitológicas y religiosas. Porque, ¿qué es la inmensidad del espacio o los planetas exteriores sino un reflejo de lo que somos? ¿No somos parte sustancial de ese universo?

Los músicos refinaron incansablemente sus composiciones en directo, hasta plasmarlas en un álbum, proceso inverso al que suele darse con el pop. Nos queda un álbum conceptual con trazas de ópera espacial futurista, que funciona evocando por momentos los arreglos de “The Age of Adz, el Brian Eno más abstracto o los Radiohead más progresivos, incluyendo lamentos en falsete de Stevens. El robótico vocoder y el frecuentemente molesto autotunes tienen hasta sentido en este contexto.

De la robustez del ritmo final de “Jupiter” a la delicadeza de “Venus”, el desatado final de “Mars”, la melancolía de “Saturn” o las guitarras en cascada de la magnífica “Mercury”, “Planetarium” es un festín de texturas y patrones, de orquestaciones en simbiosis con electrónica analógica misteriosa y destellos de luz en las melodías vocales de Stevens. Seguramente peque de barroco o excesivo en sus momentos más grandilocuentes -“Earth”, de pulsión casi étnica, se va hasta el cuarto de hora-; puede que los 76 minutos sean excesivos sin el espectáculo visual que acompaña a los temas sobre el escenario. Pero el que busque encontrará aquí sobrados argumentos para emocionarse.

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