No cabe ninguna duda de que los primeros pasos de David Sánchez estaban directamente inspirados en algunas de sus máximas influencias creativas, cinematográficas y artísticas, pero el tiempo ha ido pasando y apartando aquella paja necesaria para dejar al descubierto una personalidad tan extraña como atractiva, tan universal como particular. Y así nos plantamos en 2017, con “Un millón de años” entre las manos, un trabajo maduro, bizarro y simbólico en el que David Sánchez “no recuerda a”, sino que toma su carrera por las riendas como nunca antes para llegar a horizontes que, en el fondo, no son más que metas volantes en una trayectoria que únicamente se rige por sus propias normas.
Tampoco negaremos que algo de Jodorowsky hay en “Un millón de años”, en el peso que toma la simbología clásica y oculta. Lo que ocurre es que Sánchez combina ese aroma con un batido de imágenes brutales, crudas y frías, místicas y momentáneamente religiosas, con un punto de espíritu sci-fi y sobre todo libres. Libres porque huyen del acomodo y libres porque parecen no tener ataduras.
Obviamente, la obra de David Sánchez no es apta para todos los públicos, pero quienes hayan aceptado firmar un contrato imaginario con el autor pueden estar contentos, porque “Un millón de años” posiblemente sea su obra más inquietante, y eso hablando de Sánchez es mucho decir.
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