David Byrne & St Vincent, ni con cola

Las parejas: misterio insondable donde los haya. ¿Qué lleva a dos seres humanos a juntarse sexual o artísticamente? Vaya usted a saber qué hizo que David Byrne y St Vincent unieran sus caminos y se convirtieran en uno de los duetos más bizarros del momento. Cuando están juntos sobre el escenario, el músico parece Flavio Briatore con uno cualquiera de sus ligues. 61 años, muy circense de riguroso blanco con tirantes negros y disimulando (bien) que ya está fondoncillo, diríase la versión de Williamsburg de Faemino, (conserva demasiado pelo para ser Cansado) en un hipotético y ultracool “El orgullo del primer mundo”. Ella, 30 primaveras, tintada de rubio y de luto, parecía una heroína de David Lynch. Cero en coordinación textil. Pasemos a lo importante, la propuesta: venían a presentar su disco conjunto (“Love This Giant”), pero no nos engañemos, que allí íbamos a lo que íbamos, a ver al líder de Talking Heads coger su colección de clásicos new wave e hincharlos de vientos hasta que nos salieran por las orejas. Ocho músicos soplando todo el concierto (más batería y teclado) junto a él y ella. Como ya hemos dicho que todo era muy neoyorquino, los músicos no se podían limitar a lo suyo: además tenían que ser un poco performers y acompañar las coreografías epilépticas de Byrne y Clark. Bien por los músicos, mal por las estrellas: Él ya no está para muchos trotes, y ella abusa sistemáticamente de su imagen de marioneta, moviéndose con unos pasitos robótico-pingüineros que más pareciera que llevara las bragas por los tobillos… Pero en fin, mejor nos vamos con la danza a otra parte…

Poco tardaríamos en darnos cuenta de que su música ligaba tan poco como su aspecto: en concreto, lo que tardó Byrne en entonar su primer gran hit ochentero: “This Must Be the Place (Naïve Melody)”. Convertir a esta obra maestra de la simpleza en una oda maximalista y ruidista rasgó nuestro corazón de manera irrecuperable. Mientras crecía nuestro rencor hacia Byrne, que a ratos desafinaba y se comportaba como un vendedor de teletienda, se agigantaba la presencia de Clark, auténtica triunfadora del proyecto: en “Northern Lights” representaban una teatralizada batalla de theremin de la que salía victoriosa al ser la que menos ridícula parecía, y fue realmente espectacular verla aporrear la batería electrónica con precisión de karateka en “I Am An Ape”, para finalizar con un “The Party” que puso los pelos de punta. Luego vino el tío David con la matraca y un “Burning Down The House” con el que la sala no ardió, porque no había qué quemar ante la escasez de público debido a los prohibitivos precios y porque, seamos sinceros, no nos imaginamos a Fernando Trueba, Pablo Berger y otros venerables faranduleros presentes lanzando cócteles Molotov. Y punto final con “Road To Nowhere”, que es precisamente a donde parece conducir su carrera el mito.

Total, que íbamos a ver el blanco tupé del señor Byrne y al final regresamos con las pantorrillas de Miss Clark en la retina. Si es que las parejas son así… al final siempre se llevan ellas el gato al agua, ¿no?